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Más poder para los ricos, proteccionismo y racismo: así es la “edad de oro” con la que sueña Trump

Fotografía del presidente electo Donald Trump, durante un acto de campaña.

Romaric Godin (Mediapart)

Los preocupantes primeros nombramientos de Donald Trump podrían hacer pensar que el caos es el único marco de pensamiento de la nueva mayoría republicana. Pero más allá del circo, hay, de hecho, una verdadera referencia histórica en el proyecto del multimillonario, una que refleja su aspecto genuina y literalmente reaccionario, a pesar de su apariencia tecnófila.

En su primer discurso tras las elecciones, el presidente prometió “una nueva edad de oro para América”. La expresión golden age utilizada aquí se refiere a un periodo concreto de la historia económica de Estados Unidos, la “Gilded Age”, que se traduce más exactamente como “periodo dorado”, pero que obviamente tiene la misma referencia. Este nombre, acuñado en 1893 por Mark Twain, se refiere al periodo comprendido entre el final de la Guerra Civil americana en 1865 y el comienzo del siglo XX, cuando Estados Unidos despegó económicamente. En 1914, este joven país era ya la primera potencia industrial del mundo.

Repasando la historia estadounidense, es difícil encontrar otro periodo de “edad de oro” económica al que Donald Trump pueda referirse. Los “felices años veinte” de la década de 1920 acabaron tan mal con la Gran Depresión que no pueden ser un referente para nadie. En cuanto al periodo 1947-1973, no puede ser el punto de referencia para una política que aboga por la reducción del papel del Estado en la economía y aborrece la redistribución fiscal.

Una “edad de oro” del crecimiento

Por otra parte, la Edad Dorada tiene todo para atraer a la ideología trumpista. En primer lugar, porque esa época regula algunas de sus contradicciones. Según las cifras del proyecto Maddison, que proporciona datos del PIB reconstruido, el PIB real per cápita en dólares de 2011 creció un 67,4% entre 1870 y 1900, es decir, un 50% más que entre 1830 y 1860 (cuando el mismo PIB creció un 44,8%). Si ampliamos esto a periodos de cincuenta años, el crecimiento del periodo 1860-1910 es casi el doble que el del periodo 1810-1860 (118,9% frente a 61,54%).

Esos fueron los años más dinámicos de la historia de Estados Unidos desde el punto de vista del crecimiento exclusivamente. El periodo 1870-1900 fue más de diez veces superior que los periodos 1940-70 y 1992-2022. Pero hay que recordar que eso ocurrió en un momento de máximo crecimiento demográfico. Entre 1870 y 1900, la población estadounidense creció un 90%, frente al 30% entre 1992 y 2022. En otras palabras, el crecimiento global fue mucho mayor durante la “edad dorada”.

La economía política de los Estados Unidos de entonces se basaba en dos principios fundamentales: una industrialización masiva apoyada por un proteccionismo severo y una desregulación general de la producción de valor interno. Y es que esa es precisamente la base del proyecto trumpista: un libertarismo que se desarrolla detrás de unos aranceles elevados centrados en los bienes industriales y no en los flujos financieros.

Uno de las causas de la Guerra de Secesión americana fue el proteccionismo: el Norte industrial, representado entonces por los republicanos, quería aranceles elevados para protegerse de los productos importados de países más competitivos, en particular el Reino Unido, mientras que el Sur agrícola de los demócratas defendía el libre comercio con el Reino Unido, al que suministraba el algodón necesario para su industria textil. La derrota del Sur y la abolición de la esclavitud provocaron un fuerte aumento de los derechos de aduana.

En 1865, según los datos publicados por Jonathan Lévy en su gran historia económica estadounidense, Ages of American capitalism (edit. Random House, 2021), el nivel de impuestos sobre las importaciones se acercaba al 50%, frente al 20% antes de la guerra. Nunca bajó del 40% durante los cincuenta años siguientes, y a veces incluso superó el 50%. Como señalaba Douglas Irwin en un artículo de 2006, esos aranceles se aplicaban principalmente a los productos industriales. Sin embargo, según este economista, el impacto en los hogares fue neutro: la subida del precio de los productos importados se compensó con la reducción de impuestos, la sustitución por productos americanos y la independencia agrícola del país. Esto explica el apoyo mayoritario al proteccionismo durante ese periodo, a pesar del acalorado debate político.

A finales del siglo XIX, los aranceles eran la única forma de intervención estatal en el comercio. Douglas Irwin, historiador económico

Protegida por esos aranceles, la industria americana se desarrolló rápidamente. Pero no era autárquica. Hasta la década de 1900, el país tenía un déficit por cuenta corriente, lo que significaba que tenía que importar capital. Como país nuevo con necesidades considerables, Estados Unidos necesitaba capital para construir fábricas. El capital británico y francés desempeñó ese papel a través de los grandes bancos. Desde el principio, el despegue estadounidense fue financiero.

La lógica es relativamente sencilla. Gracias a la colonización del oeste y a la inmigración, Estados Unidos tenía una demanda considerable de productos industriales. El capital extranjero invirtió pues sin dificultad en el sector productivo del país, que además estaba protegido de la competencia extranjera, sosteniendo así el crecimiento al perpetuar la necesidad de mano de obra y la demanda de bienes industriales. Este círculo virtuoso duró medio siglo.

El reinado de los oligarcas

Durante este periodo, el gobierno federal pasó completamente a un segundo plano en la esfera económica. “A finales del siglo XIX, los aranceles eran la única forma de intervención del Estado en el comercio”, recuerda Douglas Irwin. Es decir, las regulaciones eran mínimas, incluso en el ámbito monetario. Tras utilizar papel moneda durante la guerra, Estados Unidos volvió rápidamente, en 1866, a un sistema de patrones metálicos.

Oficialmente, el dólar era convertible en plata y oro, al igual que el franco francés de aquella época. Pero muy pronto el oro se convirtió en la referencia, con el apoyo del gobierno federal, que en 1869 se comprometió a pagar sus deudas en metal amarillo y en 1873 suprimió toda nueva acuñación de plata. Tras largas batallas políticas, la referencia a la plata fue definitivamente abolida en 1900 por el republicano William McKinley y el dólar pasó a estar vinculado únicamente al oro.

Esa vinculación al patrón oro garantizó que las inversiones estadounidenses resultaran atractivas para el capital extranjero al mantener los tipos de interés bastante bajos. En aquella época no existía un banco central en Estados Unidos porque se consideraba que el sistema metálico y la competencia entre bancos eran suficientes para regular los mercados financieros. El Tesoro mantenía reservas de oro e intervenía en caso necesario para “restablecer la confianza”. El sistema era muy inestable. Durante ese periodo, el país experimentó tres grandes “pánicos”, realmente crisis financieras a gran escala, en 1873, 1893 y 1907. En cada una de ellas se tardó tiempo en volver al crecimiento, y muchos americanos salieron perdiendo.

También fue la edad de oro de los “emprendedores”. Abundaban las historias de multimillonarios que “empezaron de la nada”, como Andrew Carnegie, ex ferroviario de Pensilvania que fundó un imperio siderúrgico que más tarde se convertiría en US Steel, o John Rockefeller, un simple contable que llegó a encabezar un imperio petrolero. También fue la edad de oro de los inventores-empresarios, sobre todo en el contexto de la “Segunda Revolución Industrial”, la de la electricidad, el petróleo y el automóvil. Thomas Edison y su adversario George Westinghouse fundaron poderosos grupos industriales. En aquella época, Estados Unidos y Alemania lideraban el aumento de la productividad, muy por delante del Reino Unido y Francia.

Una de las palancas de estos aumentos de productividad fue la creación de gigantescos grupos, los famosos “trusts, que formaban monopolios verticales (en la cadena de producción) y horizontales (en el conjunto de la distribución). En 1872, la Standard Oil de Rockefeller inició la concentración horizontal del sector petrolero, al igual que Carnegie hizo en la siderurgia. Tras la crisis de 1893 se multiplicaron las fusiones, esta vez bajo el liderazgo del sector financiero y, en particular, del banco de John Pierpont Morgan. Tras adquirir la mayoría de los ferrocarriles a través de los tribunales de quiebra en la década de 1890, JP Morgan compró Carnegie Steel en 1900, que se convirtió así en US Steel.

En aquella época, los defensores del sistema existente, los republicanos y una parte de los demócratas, consideraban que esos monopolios de facto eran una ventaja. En 1887, un profesor de economía de Chicago, Henry Carter Adams, desarrolló la noción de “monopolio natural” que justificaba la concentración industrial y financiera. Esos gigantes económicos dictaban sus leyes al gobierno federal, que estaba dispuesto a aceptarlas porque eran los que salvaban al Estado cuando los flujos de capital se invertían, amenazando a Estados Unidos con la bancarrota. En 1893 y 1907, JP Morgan organizó el rescate de los bonos americanos.

La “gilden age” fue un momento concreto de la historia de Estados Unidos que, en el plano internacional, fue una época de aislacionismo. Washington apenas miraba más allá de sus propias fronteras. En la medida en que el desarrollo económico se basaba en gran medida en el mercado interno y los recursos nacionales, el país tenía poco interés en embarcarse en conquistas coloniales como los países europeos. De hecho, la conquista colonial fue interna y tomó la forma de sangrientas guerras contra los indios que se prolongaron hasta la década de 1890.

¿Un referente para el trumpismo?

Como vemos, muchas de las señas de identidad del trumpismo se encuentran en esta “edad dorada”: aislacionismo, proteccionismo, liberalismo extremo del mercado interno y apuesta por el empresario-inventor, incluso en situación de monopolio. Se podrían añadir además otros rasgos como el racismo y la xenofobia, que caracterizaron el periodo posterior al Compromiso de 1877, que autorizaba la discriminación racial en el Sur, y con los movimientos contra los nuevos inmigrantes en los años 1880 y 90. En la década de 1880 se prohibió la inmigración china a petición de California y se controló cada vez más el flujo de inmigrantes. En 1891 fueron linchados por una turba once inmigrantes italianos en Nueva Orleans.

La mayoría de las guerras indias comenzaron como consecuencia del daño causado a las tierras nativas por el avance del capitalismo ameericano

El rechazo a esos nuevos inmigrantes iba a menudo de la mano de otro odio de la época y que ahora los trumpistas comparten: el de todas las reivindicaciones obreras. El 1º de mayo en particular, que se convirtió en fiesta obrera internacional en 1889, por iniciativa de la II Internacional, tras los sucesos de Chicago de 1886, cuando la policía de Illinois aplicó una sangrienta represión a una huelga general. Pero todo el final del siglo XIX estuvo marcado por una intensa agitación obrera, que a menudo se consideraba fomentada por los nuevos inmigrantes, en particular los italianos.

Como espejo de esta represión obrera, la derecha americana promovió la imagen del “buen ciudadano” que había aprovechado el crecimiento trabajando duro: a menudo un pequeño agricultor de origen germánico o británico que se enfrentaba a los vaivenes del mercado para construirse una vida próspera con el sudor de su frente. En su libro El gran mito (edit. Capitán Swing), Naomi Oreskes y Erik Conway muestran hasta qué punto la nueva derecha neoliberal americana se ha nutrido de estas imágenes, transmitidas en particular por la famosa saga La casa de la pradera, escrita en los años treinta por una figura de la derecha reaccionaria de la época. Pero también podríamos añadir el mito del western, que niega la realidad de la destrucción de los pueblos indígenas y sus bases económicas.

La “edad dorada” es también una época de negación del impacto medioambiental del crecimiento. Estados Unidos no es un caso aislado en este sentido, pero la magnitud del crecimiento provoca daños considerables. En la década de 1880, el británico Rudyard Kipling describió el aire irrespirable de Chicago, una ciudad en expansión que en veinte años había triplicado su población para convertirse en 1890 en la segunda ciudad más grande del país, con 1,1 millones de habitantes: “En términos medioambientales, Chicago era la ciudad del shock”, resume Jonathan Levy. Hasta la década de 1890, el cólera era endémico, antes de que se introdujera la potabilización del agua.

Hay algo de ingenuo en pensar que un marco institucional puede reproducir la historia

El dominio industrial destruía ecosistemas enteros, pero esa indiferencia también afectaba a las zonas rurales. La mayoría de las guerras indias comenzaban como consecuencia del daño causado a las tierras indígenas por el avance del capitalismo americano. La supremacía del crecimiento sobre el medio ambiente y la certeza de que la tecnología va a resolver todos los problemas que caracterizan a los trumpistas también tienen sus raíces en esa época.

El trumpismo se nutre por tanto de la nostalgia que impregna gran parte de la cultura americana. Es con esa referencia con la que los republicanos defienden simultáneamente meter en cintura a la Reserva Federal y la promoción de Bitcoin como un nuevo patrón oro para el dólar, combinar el proteccionismo más riguroso con el deseo de hacer recortes masivos en el gasto público, apoyar los monopolios existentes y la reindustrialización, y combinar la imagen del empresario genial y tecnosolucionista con el fanatismo y el racismo más descarado.

La imposible posición reaccionaria

Pero queda evidentemente una pregunta. ¿Puede funcionar este retorno a la “edad de oro”? Para averiguarlo, primero tenemos que entender la evolución de la “gilden age”, cuyas características fueron abandonadas, una a una, a partir del cambio de siglo.

En 1898, Estados Unidos declaró la guerra a España y se anexionó Puerto Rico y Filipinas. En este último Estado, el país siguió una política colonial clásica e intentó reforzar su zona de influencia en el Pacífico, América Latina y el Atlántico. Theodore Roosevelt, presidente de 1901 a 1909, fue uno de los principales representantes del abandono del aislacionismo, que correspondía a una forma de madurez del mercado interior americano. Estados Unidos, convertida en la primera potencia económica mundial, buscaba nuevos mercados y nuevos recursos.

Al mismo tiempo, tomaba forma un movimiento de rechazo más amplio. Bautizado como “populista”, reunía a los “perdedores” de la época en torno a un rechazo de los monopolios, del patrón oro y de las crecientes desigualdades. El movimiento, inicialmente rural, se extendió al Partido Demócrata y alcanzó a ciertos sectores llamados “progresistas” del Partido Republicano tras Theodore Roosevelt. Fue la división de este partido lo que llevó a la elección del demócrata sureño Woodrow Wilson como presidente en 1912.

Después de la tragedia, la farsa

Poco a poco fueron cayendo todos los pilares de la “edad dorada”. Es cierto que Estados Unidos vivió dos grandes convulsiones con las crisis de 1893 y 1907. La inestabilidad financiera y el dominio de la política por figuras como JP Morgan alertaron al mundo político. Una primera ley antimonopolio, la Sherman Act, aprobada en 1890, apenas se aplicó antes de la presidencia de Roosevelt. Pero el golpe decisivo llegó en 1911, cuando el Tribunal Supremo desmanteló la Standard Oil. Una ley de 1914, la Clayton Antitrust Act, reforzó esta legislación, especialmente contra los trusts horizontales.

Al mismo tiempo, en 1913, la administración Wilson creó la Reserva Federal, el primer banco central del país. Poco a poco, la Fed llegó a desafiar el poder absoluto del que gozaban los bancos en el ámbito financiero. Ese mismo año se introdujo, con fines redistributivos, un impuesto sobre la renta y los beneficios de las empresas. Finalmente, en la década de 1910, se redujeron los aranceles para abrir nuevos mercados a las mercancías americanas, justo cuando Europa caía en guerra.

El desmantelamiento de la “edad dorada” es producto de su agotamiento. El crecimiento industrial americano no se vería frenado por la introducción de ciertas regulaciones. De hecho, debido a que esas regulaciones eran aún demasiado limitadas, el país se hundió en la Gran Depresión de 1929. El segundo despegue de la economía americana vendría de la mano de la regulación fordista-keynesiana con el New Deal.

Pero para los republicanos esta referencia olía demasiado a dominación demócrata. La “edad dorada” fue, de hecho, un periodo de dominación republicana ya que, de 1860 a 1912, el único presidente demócrata fue Grover Cleveland (1885-89 y 1893-97), pero era un demócrata del Norte, comprometido con los principios de aquella época.

Sea como fuere, aunque el milagro industrial de la segunda mitad del siglo XIX pueda ser hoy el sueño de Estados Unidos, las condiciones para reproducir ese milagro son prácticamente inexistentes. Como hemos visto, el principal resorte del desarrollo de la época era la demanda interna alimentada por la colonización del oeste del continente y por la inmigración masiva. Gracias a ello, el país pudo emerger tras las altas barreras aduaneras. Ahora está completamente ocupado, es el Estado más avanzado del capitalismo contemporáneo y Donald Trump quiere reducir drásticamente la inmigración.

En otras palabras, quiere alcanzar la “edad dorada” sin los elementos que la hicieron posible en primer lugar. Pero es algo ingenuo pensar que un marco institucional puede reproducir la historia. La situación es tan diferente de la de 1870 que parece irrisoria la idea de reproducir aquella edad de oro con los mismos instrumentos (aranceles, impuestos bajos, monopolios, innovación). ¿Qué significa hoy el aislacionismo para la primera potencia militar y económica del mundo, cuya hegemonía está siendo desafiada por China? Además, la doctrina antichina de los republicanos muestra claramente los límites de esta postura.

El mundo de Donald Trump

Ese es el problema del pensamiento reaccionario, es decir, del pensamiento no histórico, que cree que existen recetas para volver a ese pasado. Este es el sentido de la famosa frase de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, según la cual la historia se repite la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. Pero la farsa no excluye la tragedia. Estos reaccionarios, incapaces de resucitar una ilusoria “edad de oro” de opereta, recurren entonces a los métodos más autoritarios para acallar cualquier retorno a la realidad.

 

Traducción de Miguel López

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