Los diablos azules
El taxi
La joven editorial Sitara está reivindicando en España la figura de Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964), un nombre singular e indispensable en la literatura fantástica latinoamericana. Este año ha publicado dos libros suyos: Felisberto HernándezMosaicos y Hoy estoy inventando algo que todavía no sé lo que es. Presentamos aquí un relato perteneciente a Mosaicos.
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Estimado colega: sí, sí, me refiero a ti lector, que te miro por los ojos, agujeros, cuerpos y desde los ángulos de estas letras. Tú pretenderás hacer lo mismo y aparentaremos el inocente juego de la «piedra libre», si al movernos entre las letras, escondemos las armas. Y ¡guarda con el que tropiece primero! ¡Si vieras con qué sonrisa cargué esta madrugada mi Parker! ¡Si supieras, si yo te pudiera decir, si yo supiera, lo que hay detrás de esa sonrisa! Porque sabrás que yo quiero trabajar con el que está detrás de la sonrisa. (Para mis adentros: qué sé yo con quién, ni con qué ni por qué quiero trabajar.) ¡Ah, sí, sé, es decir, quién sabe! Bueno, si no echo mano a la cintura y agarro una seguridad, estoy perdido. Tengo la última palabra en seguridades: ¡qué linda forma de arma! Es celosa, repetidora y va lejos; pega en un punto solamente y puede matar.
He tomado una metáfora de alquiler y me dirijo a «la oficina». La metáfora es un vehículo burgués, cómodo, confortable, va a muchos lados; pero antes tenemos que decirle al conductor dónde vamos y concretar el sitio: si le digo que quiero ir a lo incognoscible sabe dónde llevarme: al manicomio. ¡Siquiera se perdiera! Fugazmente puedo ver algo mientras el otro dirige. Pero hasta la velocidad está organizada: si vamos más lentamente que los demás, nos rompen los oídos con alaridos artificiales los que vienen detrás; si vamos más ligero podemos chocar, y no hay que olvidar que llevamos un número detrás, y como tenemos número, forzosamente alguno tendrá que ser culpable. ¡Si yo inventara un vehículo! Pero tengo que patentarlo después que una comisión esté de acuerdo. Perdería tiempo, y nada menos que el tiempo convenido en todos los relojes. A algunos lugares iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba. Y estaré predispuesto a encontrarlo útil: no hay como utilizar una cosa para encontrarla útil. La metáfora pasa por lugares parecidos a los que yo he recorrido a pie y sin atenderlos mucho, pues en esos momentos atendía a tipos determinados; es una coincidencia feliz que la metáfora pase por lugares parecidos a aquellos que no sé bien del todo por qué me han hecho feliz; estos lugares, a veces y en parte, me hacen recordar a aquellos; la metáfora tiene la ventaja de la síntesis del tiempo, y de la provocación de recuerdos; de acuerdo con mi profesión, aquellos lugares tenían muchos rincones en sombras; las sombras que veo ahora no son iguales, pero me hacen recordar a aquellas y misteriosamente, y a pesar de la comparación geométrica de las calles, me despiertan sombras que he visto y me hacen ver otras nuevas, peculiares. Sin embargo, antes crucé por una cantidad mucho más grande de sombras —esto de las sombras me sugestiona sobremanera—. No siempre pienso que las cruzo y las miro, sino que siento que ellas me invaden. En este cruzar rápido de la metáfora, hay algo que no me concluye de conformar, ni mucho menos: por un lado me infla de satisfacción, pues me encuentro que mientras perseguía a tipos determinados, también me invadieron sombras que ahora tengo cierta ilusión de comprender; con respecto a la ilusión, no sé bien hasta qué punto es, y cómo esta se siente y se comprende; con respecto a comprender, no sé bien qué sentido tiene comprender; con respecto a sentido, no sé bien qué es sentido; con respecto a saber, no sé qué es saber; y muy especialmente no sé, ni tengo el sentido, ni comprendo, ni tengo la ilusión, de lo que quiero; y así sucesivamente; sin saber bien, tampoco, lo que es ignorar, tal vez aspire a ignorar artísticamente o graciosamente; tengo terror a ignorar con seguridades, quiero ignorar sin seguridades, y lo que más me asusta es ignorar con una sola seguridad; tal vez si algún día me suicido me suicidaré con una seguridad-síntesis, y la peor manera de morir la considero esta, atended bien: que sea otro el que me mate con una seguridad-síntesis. Ahora, mientras voy en metáfora, siento que contengo mejor muchas sombras, que me las meto en el bolsillo y me aprieto fuertemente unos dedos contra otros, porque de pronto me creo que la sombra tiene cuerpo; y, sin embargo, ¡cuántos cuerpos me he encontrado en la sombra! Ahora, miro las calles, y veo que por otro lado, la metáfora, en su velocidad, en su síntesis de tiempo en el espacio, en esta ilusión de achicar el espacio, tiene también algo de provisorio que me exaspera; atropella demasiado al cruzar las calles; tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz. Pero ¿qué diablos quiero atrapar yo? ¿Será simplemente que me ataca el instinto de atrapar? Estoy un poco incomodado y no sé por qué, a veces, cuando lo descubro, me quedo tranquilo; pero al rato, zas. ¿Será el instinto que olfatea a la policía? No, yo quiero estar más allá de la policía, y, sobre todo, de donde me encierra la policía. Ya esta metáfora me inquieta y me predispone exageradamente en contra de ella. Esta metáfora la usa el burgués —la usa pero no la inventó; ¡y cómo hace penar a los que inventan! y todavía ciertas cosas parecen más del que las usa que del que las inventa, ¡qué gángster es este burgués!—, bueno, esta metáfora acostumbra a ir por caminos que previamente ha construido el burgués; con altoparlante tenemos la síntesis del tiempo y del espacio, ¡lástima que en él suenan palabras que también oímos de cerca y que tan poca cosa nueva nos traen! Arrellanados en la falsa oscuridad del cine vemos la falsa claridad de la pantalla, donde tan falsamente viven otros. Pero algo olfateo entre tanta oscuridad y tanta falsedad: la gente que concurre lleva «cosas» en los bolsillos de afuera, y ¡qué cosas en los bolsillos de adentro! Claro que hay muchas clases de metáforas. ¡Caramba! parezco un paisano que nunca hubiera andado en metáfora. Y eso que he subido en metáforas que andan por el aire y que me han empequeñecido las cosas mostrándomelas desde una altura inconveniente, ¡y eso que he andado en subterráneos de gran profundidad donde no se ve nada para los costados! Bueno, ahora trataré de arrellanarme en esta metáfora y de recordar las sombras: una de las ventajas positivas de la metáfora, es que uno puede pensar en cosas que no tienen nada que ver con ella. Es posible que lo que me incomodara hace un momento fuera la intención de relacionar lo que ahora veo y las sombras anteriores: quería aprovechar el viaje en metáfora; y cuando el hombre se pone a intencionar los hechos es terrible, es peor que Dios, acaso él es el mismo Dios. Sin embargo, hay que intencionar. Si no intencionas, te intencionan.
El precio de la metáfora ha aumentado demasiado para mi bolsillo. Aprovecho las circunstancias de que el «varita» hace señal de que los vehículos se detengan; pero mis ideas siguen: ellas han comprendido que ya han estado demasiado tiempo adentro y que si no quiero que me encierren, deben trabajar para afuera. Entonces, he abierto de pronto la portezuela del taxi y me he perdido entre la multitud.