Es lo habitual, sí, pero no por eso deja de sorprender...y de escandalizar. Que las preguntas de la sesión de control del Congreso se lleven escritas entra dentro de lo normal. Es una pregunta que los grupos registran un día antes para que el Gobierno, el interpelado en esa pregunta, pueda preparar la respuesta, buscar los datos...Generar un diálogo con quien le pide más información o explicaciones sobre ese asunto. Controlar al gobierno en sus acciones, en su toma de decisiones. Ése es el objetivo. Hasta ahí todo entra dentro de la lógica parlamentaria. Incluso, que, en esos papeles, lleven escritas unas notas con el tono con el que tienen que plantear esa pregunta.

Lo que no es lógico, aunque ocurre siempre, es que también lleven escrita la réplica a esa pregunta. Llevar preparado, 24 horas antes, sin haber escuchado nada de lo que vayan a decir, la respuesta no es de recibo, por mucho que sea habitual. Incluso con la ironía preparada, con el zasca también y con la afirmación de que todo está mal, da igual lo que vaya a decir el de en frente.

Los papeles de Feijóo nos enseñaron el trampantojo que, tantas veces, más de las que quisiéramos, es el Congreso. Lo que dicen sus señorías, cómo lo dicen, su tono, está prefabricado de antemano. Es así. No van al Congreso a escucharse, a encontrar respuestas o a lograr puntos de acuerdo, van al Congreso a dejar dicho lo que quieren decir, a colocar su titular para los medios, a lograr la portada del periódico o la apertura del Telediario.

Sus señorías están en su escaño el tiempo exacto que dura su intervención. Muchos hablan, escuchan la respuesta, hacen su réplica y cuando han terminado, se van

Hace ya muchos años, una vicepresidenta del Gobierno confesaba en una tertulia en la que estuve que “cuando ya no tenía nada ingenioso que decir, prefería tomarse unos días”. Su retórica parlamentaria era aplaudida por todos, por los suyos y por los de enfrente. Su tono mordaz, su ironía fina, su forma de hilar “frases ingeniosas” se habían convertido en una especie de estilo político. Y quizás es ahí donde la política empezó a perder todo su sentido. Cuando dejó de ser algo dedicado a mejorar la vida de los ciudadanos y se convirtió en una forma de lucirse desde el escaño, de demostrar la valía de sus señorías a través de las palabras y no de los gestos.

Porque lo que vimos el miércoles fue mucho de esto. Nos quedamos con las ganas de saber las medidas concretas del gobierno para esa regeneración democrática, las medidas con las que sí estaban de acuerdo sus socios, con cuáles no, qué proponían a cambio, en qué discrepaba la oposición, cómo apostaban ellos tener una prensa seria…De nada de todo esto se habló en el Congreso porque de nada de todo esto querían hablar sus señorías. Lo llevaban escrito, de antemano.

Dos síntomas más del trampantojo que supone el Congreso. En una de sus intervenciones el propio Pedro Sánchez destacaba algo que ocurre también muy a menudo: el murmullo, el runrún constante de los diputados hablando mientras hay alguien en la tribuna. No escuchan a quien está en el uso de la palabra. No. Y eso, muchas veces, es imperceptible en las imágenes que vemos en televisión. Pero ocurre.

Y otro síntoma más, éste mucho más evidente y en el que, quizás, usted ya había reparado. Sus señorías están en su escaño el tiempo exacto que dura su intervención. Muchos hablan, escuchan la respuesta, hacen su réplica y cuando han terminado, se van. Y hay sesiones en las que, literal, hay cuatro gatos en el hemiciclo. Lo decía, con mucha retranca, Gabriel Rufián el miércoles pasado: “aquí hay menos gente que en un concierto de Bertín Osborne”.

Podemos reírnos de esto también, sí. Pero recordemos que sus señorías, los diputados, elegidos por todos, cobran por ese trabajo. Así que podríamos exigirles bastante más, como escuchar, atender y responder, improvisando, sin llevarlo escrito de antemano. Sería todo un detalle. Pero, quizás, esto es mucho pedir. 

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