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Plaza Pública

Anomalías constitucionales en la investidura

José Sanroma Aldea

Estamos en el momento estelar de la democracia representativa: la elección del presidente del Gobierno y de su programa.

Es la primera tarea del Congreso. Este, como el anterior, expresa un pluralismo político muy distinto al de los anteriores al 20-D.

Hasta esa fecha la ciudadanía, tras la celebración de las elecciones, sabía de inmediato, a ciencia cierta, a quién propondría el rey y quién resultaría elegido.

Tras el 20-D, esto ya no sucedió así. El interrogante debía despejarse en el procedimiento de investidura que está reglado en el artículo 99 de la Constitución.

Pero no fue así. Aquí llamo la atención sobre un aspecto jurídico.

El procedimiento ya comenzó mal en su primer trámite. El rey, tras la ronda de consultas, no pudo cumplir con su única función: proponerle al Congreso, a través de su presidente, un candidato a la Presidencia del Gobierno.

A tenor de los resultados electorales (y de las consultas ) Rajoy debía ser el nominado. El rey iba a hacerlo, pero fue el propio Rajoy el que lo evitó. Así lo muestra explícitamente el comunicado que emitió la Casa Real el 18 de enero: "En el transcurso de la última consulta con el señor Mariano Rajoy su Majestad el Rey le ha ofrecido ser candidato a la Presidencia. Don Mariano Rajoy le ha agradecido a su Majestad el ofrecimiento, que ha declinado."

La Casa Real quiso dejar constancia de que el rey iba a hacer lo que debía hacer: proponer a Rajoy. Y también descargarle de la responsabilidad de que su ronda de consultas terminara en fracaso.

Pero al mismo tiempo ese texto, en su literalidad, reflejaba la anomalía constitucional que se produjo. Ha dejado narrada una situación que, en términos de normalidad política y lealtad institucional, no debió producirse.

En el procedimiento constitucional no cabe el empleo de los verbos "ofrecer" y "declinar". Entre el rey y el candidato que vaya a proponer no hay una relación fiduciaria. Las reglas procedimentales son otras: la propuesta la hace el rey al Congreso, que es el que ha de otorgar o negar su confianza; y la propuesta se hace a través de su presidente, quien da su refrendo político a la propuesta del rey.

El rey podía –por cortesía, como así hizo– adelantar al interesado que le iba a proponer como candidato, pero esto no es lo mismo que "ofrecer" la candidatura; y menos aún si el interesado no venía previamente postulado para recibirla.

Rajoy llegaba a la consulta amparado en el equívoco. Por eso chasqueó al rey. Su firme propósito era no verse emplazado a subir a la tribuna del Congreso. Actitud en clara contradicción con su machacona insistencia en que había ganado las elecciones y que tenía derecho a gobernar. Expresiones estas interesadamente ambiguas.

En concreto solo había ganado el número de escaños suficiente para ser la minoría mayoritaria. Suficiente para que el PP pudiera hacer recaer sobre su candidato a la Presidencia su nominación por el rey; pero completamente insuficiente para ganar la votación de investidura. El derecho constitucional a presidir y formar Gobierno se gana obteniendo la confianza mayoritaria del Congreso.

Evidentemente el trámite previo es ser propuesto como candidato por el rey, tras sus consultas a los líderes de los grupos políticos parlamentarios. La decisión sobre el tiempo y la realización de este trámite no corresponde a ningún partido ni a la conveniencia de un eventual candidato sino a la prudencia del jefe del Estado, que puede permitir un tiempo para que fragüen los acuerdos precisos. Prudencia porque el artículo 99 de la Constitución no le fija plazos. Ningún aspirante a ser nominado candidato puede marcar el tiempo y las rondas de consulta a su exclusiva conveniencia. Ni "pasar ronda". Menos aún si no hace ningún esfuerzo por lograr los pactos que le sean necesarios y carece de idoneidad incluso para intentarlo: el caso exacto en que se encontraba Rajoy.

Y sin embargo eso fue lo que quiso y, en buena parte, consiguió Rajoy con el chasco que le dio a la opinión pública y al rey declinando su "ofrecimiento".

Si no cabía ofrecimiento tampoco cabía "declinarlo".

La propuesta de candidato solo existe cuando se formaliza por escrito y la refrenda con su firma el presidente del Congreso. Este fue llamado a La Zarzuela para nada. No recibió propuesta alguna del rey. La comparecencia posterior de Patxi López no reveló la gravedad de lo que había pasado.

El rey hubiera podido actuar como si no se hubiera producido ni el ofrecimiento ni la declinación y, en consecuencia, proponer a Rajoy como candidato. Y López hubiera refrendado la propuesta. Aún así, Rajoy hubiera podido declinar la propuesta, pero ante el Congreso o su presidente. Con el coste o el beneficio político que tal actitud conllevara. Ese hubiera sido el curso de normalidad constitucional y lealtad institucional. Lógicamente, tal discurrir no era del gusto de Rajoy que –fiando todo a que le quitaran de en medio a Sanchez–sabía que le llevaba directamente al fracaso en su investidura. Y probablemente a su renuncia a seguir siendo candidato de su partido.

Puede admitirse que la prudencia llevó a Felipe VI a no empujar por ese camino. Y se vió abocado a una insólita segunda ronda de consultas.

Rajoy consiguió su propósito. Y lo acompañó de la consiguiente ración de engañosas declaraciones ante los medios: "No renuncio a la investidura... tengo fuerzas y voy a presentar mi candidatura... los españoles quieren que nos entendamos y el PP dará la talla". Y, por supuesto, descartando radicalmente que el PP pudiera ofrecer otro candidato a la Presidencia que no fuera él mismo.

Remito a la hemeroteca. Esta revela la importancia de detalles a los que entonces no se les otorgó toda la importancia que irían cobrando en el posterior desarrollo de los acontecimientos.

Su análisis requiere un pormenor que no permite este artículo. Sí importa señalar que, tras el fracaso de la investidura de Sánchez, se produjo una segunda anomalía constitucional, en parte como efecto de la primera.

El artículo 99 en su apartado 4 establece que "se tramitarán sucesivas propuestas". Al menos el tenor literal del precepto legal ha quedado vulnerado. Se ha creado un precedente en virtud del cual basta con que haya un intento fracasado de investidura para dar paso a la convocatoria de nuevas elecciones.

Ahora ( y no sólo por los resultados electorales) resultará más fácil argumentar que hay que dejar gobernar al partido con más escaños (aunque sean solo 137 ) y aunque sea incapaz de llegar a acuerdos cuyos límites de razonabilidad le impone la aritmética del Congreso. Y resultará más difícil argumentar la razonabilidad de pactos "entre perdedores" para evitar nuevas elecciones si el "ganador" no logra la investidura.

La jugada le ha salido bien a Rajoy. El principal causante de las anomalías constitucionales es el que se beneficia de ellas. En sus filas se le ensalzacomo gran estratega, lo mismo que se le ensalza su aguante ante las críticas por corrupción.

Ciertamente, ante tres candidatos bastante más jóvenes ha demostrado que sabe más el diablo por viejo que por diablo. Pero no sólo al valor de su experiencia ni a la indecencia política hay que atribuir el éxito de Rajoy y del PP. También al demérito de sus adversarios.

Iglesias y Rivera pudieron actuar tras el 20D como líderes indiscutidos de sus grupos políticos. A ambos la experiencia habida les debería llevar a reflexionar ahora qué trascendencia ha tenido y tiene su mútuamente declarada incompatibilidad.

En cambio Sanchez contó desde la noche electoral del 20D con el hándicap de la posición de las baronías de su partido. Digámoslo así para resumir.

Asumió como deber evitar el bloqueo institucional al que conducía la actitud de Rajoy. Intentó su investidura sin el conveniente previo fracaso de la previsible de Rajoy. Lo hizo en condiciones que, desde fuera, se la hacían mas difícil los partidos emergentes bajo la común bandera del antibipartidismo.

Fracasó. Pero el demérito no fue solo personal, sino atribuible también al batiburrillo de posiciones contradictorias con las que el Comité Federal de diciembre fijó la posición del PSOE. Este, aunque en declive electoral, hubiera podido crecerse en la gestión de aquella encrucijada. Pero el Comité Federal le estrechaba el margen de negociación a Pedro Sánchez, cuestionado sin respeto alguno y convertido en un secretario general y candidato de saldo.

Volvamos al principio para terminar.

Estamos en el momento estelar de la democracia representativa.

La suerte de quién vaya a ser presidente y cuál vaya a ser el programa político del Gobierno depende de 350 congresistas. Y singularmente de sus líderes.

Aunque hoy resulte políticamente inaceptable la perspectiva de otras elecciones nadie –y menos que nadie el partido con más número de diputados– debe jugar con fuego. Otra vez, interesadamente, toda la presión desde dentro y desde fuera se centra en Sánchez.

La opinión pública necesita volver a centrar su atención en todo lo que implica la investidura. En todos sus actores. El resultado electoral no ha decidido todo, ni mucho menos. Rajoy tendrá que dar la cara en el Congreso y antes de presentarse allí, también. Esta vez no podrá seguir la doctrina Mota con la que chasqueó al rey y a todos: "Si hay que ir se va, pero ir pa ná es tontería ", ni resumir su programa en "muchaespañaymuchosespañoles".

Lo que vaya a pasar depende ahora del actuar de nuestros representantes. Los que hemos elegido.

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Hay riesgo de hartazgo y de pasotismo si solo asistimos a un bla bla bla desconcertado o destinado a los fieles. Camino llano al triunfo de la presión para que se deje gobernar a Rajoy y a otra cosa mariposa.

Pero deberíamos tener aprendido que la democracia representativa no puede funcionar correctamente sin una opinión pública bien informada y una ciudadanía atenta.

Así que como escribe el maestro Aguilar: "Permanezcamos atentos".

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