El retroceso del revólver contra el feminismo Cristina Monge
Viejos gritones
Estamos de enhorabuena: el club del braguero ha venido a salvarnos. ¡Viva! Como son listísimos, han parido una idea novedosa: la juventud está echada a perder. No se había dicho antes, ¿eh? Oh, el embriagador tufillo de la originalidad.
Verán. Hace unas noches, un astuto economista, de apellido Bernardos (¡como el perrete!), le dijo a una chavala que cómo se le ocurre querer vivir cerca de su trabajo y de su familia. «¡Y en un piso con ventanas, para más inri!». Por los pasillos de La Sexta se corea una hermosa cantinela: no hay que confundir libertad con libertinaje (me lo ha contado Villarejo). Como la pelota estaba botando, el sagaz Pérez-Reverte ha salido a rematar. «Estamos criando generaciones de jóvenes que no están preparadas para cuando venga el iceberg del Titanic». Pero, don Arturo, ¿sabe a quién le pilló por sorpresa ese pedrusco congelado? ¡A los mismísimos pasajeros del Titanic! «Piensan que el mundo se soluciona haciendo así», decía, fingiendo que tocaba un móvil y entornando los ojos, como quien vislumbra una verdad profundísima, «o enchufando un teléfono a la pared». Pablo Motos cabeceaba aquiescente, barruntando que entre el académico y Tamara ha arrejuntado en su programilla a la nueva escuela de Atenas.
Me encantaría pasar una tarde con estas lumbreras para que me expliquen detenidamente ante qué males hay que estar prevenidos. ¿Tendré que aprender a hacer fuego con pedernal? ¿A construir con adobe? ¿Cavar trincheras? ¿Practicar cirugía cardiovascular con las manos desnudas? Porque viendo cómo funciona el mundo, lo mismo les pasamos la mano por la carita a estos fósiles sabiendo encender la vitrocerámica o manejando Office nivel usuario.
La generación que se zampó el periodo más próspero de la historia de la humanidad dándole leccioncitas a la que no ha visto más que crisis, precariedad y miseria
Manda narices. La generación que se zampó el periodo más próspero de la historia de la humanidad dándole leccioncitas a la que no ha visto más que crisis, precariedad y miseria: el fulano que se sacó la diplomatura en los setenta y se ganó una plaza de funcionario por escribir bien su nombre dándole la brasa del esfuerzo y el mérito a un mozo con dos carreras, cuatro másteres, tres idiomas y un doctorado que trabaja por un sueldo que no llega a la mitad de su pensión.
«Los jóvenes están a la sopa boba», brama tu casero mientras actualiza sus anuncios en Idealista para capear la inflación. «Ya no hay cultura», se queja un lector de Alatriste que teme que le okupen su apartamentito de La Manga. La mismísma Ana Rosa, recién recuperada de un cáncer, protestó en su regreso televisivo por las partidas extraordinarias para «sanidad, ciencia y becas». Luego se dispuso a entrevistar a Abascal, que le contaría algo sobre trabajar en la empresa privada y no mamar de los chiringuitos públicos.
Si los logros de una generación han de juzgarse por el mundo que deja a la siguiente, me temo que los hijos del baby boom deberían ser juzgados en La Haya. Podrían tener el decoro de ponerse de perfil, meterse la lengua por la retaguardia, disfrutar de las rentas sin dar la brasa a nadie. Porque quizás un día nos cansamos de aguantar más gilipolleces y empezamos a exigir lo que se nos debe: gozar de las mismas facilidades que disfrutaron ellos. Incluso, estaríamos dispuestos a renunciar a la casa de veraneo y al segundo automóvil. Pero cuidadito, porque lo mismo sale a relucir ese valor y aquella gallardía de la que habla constantemente Reverte y nos empeñamos en devolverles (apenas) la mitad de la violencia con la que nos agasajan. Sería precioso, la verdad. Lo mismo, algún escritorzuelo juntaclichés se enteraba, a la vejez, de qué carajos es eso de la guerra.
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