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Villacís y la política Uber

Los taxistas vuelven a las movilizaciones para defender a su sector en diferentes comunidades autónomas, que son las que tienen las competencias en este tipo de transporte. En Valencia protestan por una subida de tarifas que consideran insuficiente, en Barcelona por la falta de control de vehículos VTC, en Madrid contra la nueva desregulación perpetrada por Ayuso, donde a mitad del pasado mes la manifestación fue masiva. El gobierno regional del PP pretende liberalizar horarios, precios y licencias, lo que favorece a compañías como Uber o Cabify, cuyo modelo de negocio requiere para su éxito, sobre todo, del mismo contexto que se daba en el antiguo oeste: la ley del más fuerte. Ahí, claro, hacen migas con la presidenta madrileña.

La economía de plataforma afecta especialmente al sector del transporte, bien de personas, bien de reparto, ya que su naturaleza la hace óptima para implantar un negocio donde la empresa matriz dispone una tecnología digital en la que se inscriben los trabajadores para poder obtener sus tareas. El modelo es un paso más allá del neoliberalismo, que fragmentó grandes empresas en subcontratas, ya que, esta vez, la externalización es total, convirtiendo al empleado en una unidad de producción individual y ajena a la propia compañía, con quien tan sólo le une un vínculo digital. De esta manera, la empresa sólo tiene que preocuparse de la imagen de marca y de recoger beneficios, eliminando el concepto de plantilla, dejando al usuario la vigilancia del servicio y fomentando una competencia interna feroz entre los trabajadores.

En agosto de 2021 entró en vigor la Ley Rider, con el objetivo de evitar la trampa de este modelo, estableciendo que estos trabajadores de reparto no eran entes autónomos sino empleados de las compañías. Además es la primera ley que ha introducido la obligación de que estas empresas informen al comité sobre los parámetros en los que se basan los algoritmos que regulan los encargos, las condiciones de trabajo y la permanencia del empleo, incluyendo la información recabada de la fiscalización de los usuarios del servicio. Esta ley, pionera en todo el mundo, no ha sido sólo un paso adelante en la regulación de estas compañías, sino que puede servir como una barrera jurisprudencial contra el intento de extender el modelo a otros sectores.

De lo que estamos hablando es de que cualquier trabajo de servicios al final quede desregulado de tal manera que los empleados dejen de serlo, no para ser subcontratados por otra empresa con peores condiciones —como lleva siendo habitual desde los años 90— sino que directamente pasen a una suerte de limbo donde una plataforma digital les mande un aviso para atender las cajas de un supermercado, reponer un almacén o atender la barra de un establecimiento. Puede que todavía nos suene a algo lejano, pero la introducción de inteligencias artificiales que simplifiquen los procesos será el primer paso para que las empresas aludan a que no necesitan ya a trabajadores estables y formados para completar las tareas.

Ya no es sólo el empeoramiento de las condiciones laborales concretas, sino todo un modelo ideológico el que se esconde detrás de la economía de plataforma. Destruyendo el concepto de plantilla —no la plantilla en sí misma, que obviamente sigue existiendo— se destruye también el concepto de sindicato. Además de la ruptura de los vínculos, se fomenta una competencia feroz entre las unidades de producción, una autoexplotación en la que los trabajadores se sienten responsables por no completar más encargos bajo horarios absurdos y condiciones leoninas. Lo peor es la coartada tecnológica y futurista que se pretende dar a este sistema de explotación: tras el algoritmo tan sólo se esconde la vuelta del trabajo a destajo. Si no tenemos cuidado, entre el siglo XIX y el XXI tan sólo mediará un cambio de guarismo.

No es de extrañar que la derecha más regresiva, aquella que carece de propuesta más allá de entregarse al decadente modelo neoliberal, ampare la economía de plataforma como una gran novedad a celebrar. Tanto que se diría que pretenden aplicar el espíritu del modelo a su propia actividad, la política. Begoña Villacís, vicealcaldesa de Madrid, intenta saltar al PP antes de las próximas elecciones municipales ante el más que previsible mal resultado de su partido, Ciudadanos, del que ha sido una de las caras más visibles. La maniobra, impúdica, ya que el capitán siempre debe ser el último en abandonar un barco que se hunde, es previsible en estos tiempos de saldo moral. No así la justificación que dio, en una reunión interna que se filtró a los medios, para su marcha: “ya que somos un partido liberal, valoro ser una corriente interna dentro del PP".

Villacís tiene dos hitos políticos en su etapa como vicealcaldesa de Madrid. El primero fue proponer la construcción de una noria gigante, en marzo de 2020, unos días antes del confinamiento por la pandemia de coronavirus. El segundo, en septiembre de 2022, fotografiarse heroica frente al desmantelamiento de unas chabolas explicando en redes que quería “un modelo de ciudad incompatible con la okupación”. Puede que el tercero sea precisamente su marcha al PP, exponiendo a las claras que su modelo de partido no es más que un cascarón vacío al que se pueden asociar figuras de relumbrón con el objetivo de cimentar sus carreras. Algo parecido al modelo de Uber, pero sin jornadas maratonianas ni bajos ingresos.

Villacís tiene dos hitos políticos. El primero fue proponer la construcción de una noria gigante días antes del confinamiento por la pandemia. El segundo, fotografiarse heróicamente frente al desmantelamiento de unas chabolas

Cuando la pasada década la política española sufrió una grave crisis de representatividad, lo que dio la posibilidad de eclosión a movimientos como el 15M fueron no pocos los activistas que, dejándose llevar por la necesidad de encontrar vías rápidas para que alguien les hiciera caso, propusieron el sistema de elección de listas abiertas, con la intención de que el ciudadano pudiera votar a varios candidatos de diferentes partidos en la misma papeleta. Entonces fuimos pocos los que alertamos de que ese sistema no redundaría en una mayor representatividad del elector, sino que transformaría la política en un juego para patricios donde aquel que tuviera suficiente capital, o patrocinadores, sería capaz de ser elegido tras afrontar una carísima campaña individual, desposeyendo, definitivamente, a los partidos de izquierda de su componente de clase.

Una década larga después de aquella crisis, mientras que el PSOE ha recuperado gran parte de su capacidad de representación social, ninguno de los otros partidos de la izquierda pasa por un buen momento. Las razones superan la intención y longitud de este artículo pero, seguramente, una de ellas ha sido la inclusión de los mismos en constantes fórmulas electorales que tienen, lo quieran o no, gran parte de relación con la política Uber. Organizaciones más o menos difusas, construidas ad-hoc para tal elección, con una figura carismática que las agrupa y diferentes fichajes que parecen darles entidad. De un programa fuerte, militancia y raíces, mejor hablamos otro día. Obviamente, la gran incógnita que pesa sobre Yolanda Díaz no es su eficaz tarea al frente de Trabajo, sino si repetirá orgánicamente los peores vicios que afectaron a Más Madrid y Manuela Carmena.

La política Uber encaja, sin embargo, a la perfección en el organigrama de la derecha. Su modelo de la ley del más fuerte se adapta con soltura a este baile de máscaras donde hará política sólo el que se la pueda pagar. Ayuso, paradójicamente, ha cerrado las puertas del PP madrileño a Villacís, porque sabe que puede ser un submarino a las órdenes de Feijóo para intentar rebajar su poder en alza, una sustituta con proyección pública para un Almeida que no las tiene todas consigo de cara a los siguientes comicios. Qué curioso. Cuando alguien intenta una maniobra que afecta a la propia Ayuso, esta apela a la estructura de su partido, a sus normas, a su regulación. Justo lo inverso de lo que propone para el resto de la sociedad. Que se lo pregunten a los taxistas.

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