Illa abre un tiempo nuevo con el aval del show de Puigdemont

Es tan fácil como el “dentro” y “fuera” que Epi y Blas nos enseñaron en Barrio Sésamo. 

Dentro, un debate democrático, en base a la liturgia legal y reglada, consecuencia de unos resultados electorales, con puntos de vista diversos y plurales. 

Fuera, la adrenalina de la calle, los gritos del gentío, un espectáculo jugoso y con escenario portátil, pero que se se marchita tan pronto como florece un nuevo y vistoso acontecimiento. 

Dentro, el Gobierno en ciernes de ocho millones de personas, un nuevo capítulo de la Cataluña contemporánea. Fuera, lo líquido, el ansia de estar durante un ratito pero sin consecuencias trascendentes. 

El resultado es tozudo e inapelable: 68 votos a favor de Salvador Illa como president de la Generalitat frente a 66 noes y un diputado que había prometido intentar entrar al Parlament y se esfumó humillando a los Mossos d’Esquadra, la policía catalana. 

Dentro, la política y el peso de la democracia en acción. Fuera, Houdini ensayando el concepto de “líder escapista”, que es en realidad todo un oxímoron. 

La huida cinematográfica de Puigdemont, que pasó en cuestión de minutos de un épico “Encara som aquí!”, a lo Tarradellas, al no estar en ninguna parte, consumió buena parte del protagonismo de este jueves, eclipsando la investidura de ese político atípico, expeditivo y de extrema autocontención que es Salvador Illa. Pero estoy convencido de que en cuanto tomemos algo de perspectiva, el peso de los acontecimientos se invertirá y recordaremos mucho más la nueva página en la historia de la difícil “conllevancia” que Ortega y Gasset recetó hace casi un siglo como solución a “un problema que no es para resolver”.

Cataluña abre una nueva etapa y Carles Puigdemont ha puesto todo su empeño en probar que era muy necesaria. En Junts per Catalunya, que reunió a su plana mayor y a las figures clave de la última CiU, Artur Mas inclusive (sólo faltó Jordi Pujol para un clímax de continuidad histórica), todavía no se explican la jugada. El expresident y ahora diputado prometió en público volver para la investidura, pero ni amagó con entrar en el Parlament. Si buscaba la épica de la prisión por la que pasaron parte de sus compañeros, aunque fuera hasta que el Tribunal Constitucional avale la amnistía, tendrá que esperar. Si confiaba en boicotear la investidura, no lo consiguió. Es más, empezó con puntualidad y acabó en buena hora, antes de que el calor de agosto aflojase en Barcelona. President en primera votación y dos semanas antes de que venciese el plazo límite

El camino, a partir de ahora, es incierto. Salvador Illa es un político de otra pasta, como los que no hay en Cataluña y, tampoco, en un Madrid hiperventilado. De formas suaves, críptico, y tan ejecutivo que las conversaciones telefónicas con sus colaboradores le suelen durar menos de dos minutos. A veces, mucho menos que dos minutos. No viene mal un poco de economía en las emociones cuando todo parece tan apasionado como, en demasiadas ocasiones, estéril.

No viene mal un poco de economía en las emociones cuando todo parece tan apasionado como, en demasiadas ocasiones, estéril

Pero Illa no es la causa o, por sí mismo, la solución a nada, por más que haya logrado un excelente resultado electoral frente a un nacionalismo e independentismo que por primera vez en cuatro décadas no tiene mayoría absoluta. Por más que haya roto la política de bloques (independentistas frente a no independentistas) que articulaba la política catalana desde hace casi 15 años. No tiene una varita mágica y en su discurso reconoció no disponer de más que de un acuerdo de investidura, sin mayoría para gobernar. No será fácil y nadie sabe cuánto durará.

Illa es una consecuencia. De la decisión estratégica de PSC y Comunes de asumir la centralidad política. De años de célebres jugadas maestras independentistas, de hiperventilación y de desafíos que llevaron a Cataluña primero a perder su autonomía a manos del artículo 155, al declive económico que todavía perdura y al cansancio de toda la sociedad, cuando no hartazgo o directamente enfado. 

Estamos ante un cambio de ciclo, este sí, frente a otro agotado en las urnas, en la calle y en su estrategia. En sus siete años alejado de la Justicia española, tan conservadora y acostumbrada a extralimitarse con Cataluña, Puigdemont no consiguió internacionalizar el procés, ni replicar estructuras institucionales (¿qué fue del Consell de la República?). Tampoco logró mantener la unidad del independentismo ni su mayoría en el Parlament. Su discurso de este jueves parecía el de la resaca del 1 de octubre, como si nada hubiera pasado. 

Y han pasado muchas cosas. Estamos ante una etapa totalmente diferente a la anterior y a los siete años de Mariano Rajoy en la Moncloa, que todavía se están reparando con medidas tan poco ortodoxas como los indultos y la amnistía. Se abre paso una reflexión profunda sobre la plurinacionalidad del Estado, aunque a veces sea a trancas y barrancas o pivotando sobre el debate sobre la financiación autonómica, pendiente y siempre explosivo. 

Y eso es la política. En ella operan intereses contrapuestos, dependencias y la oportunidad del momento. Ojalá todos los debates importantes se presentasen puntuales y aseados, fuera del clima electoral y con protagonistas puros y generosos. Pero esto es lo que tenemos, tan intrincado como incierto. Visto de donde venimos, tampoco está tan mal. ¿Alguien tiene, de verdad, una alternativa mejor?

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