¿Todavía a vueltas con el amor? Manuel Cruz
Entre bandidos y poderosos
Las situaciones de crisis provocan a veces que la realidad se quede desnuda y que los comportamientos sociales pierdan sus disfraces. Son momentos en los que la piel del poder enseña las cicatrices sin maquillaje. A lo largo de la historia nada suele disfrazarse más que el poder. Las ideologías, entendidas como conjunto de ideas que caracterizan a una sociedad, son maneras de ocultar, bajo apariencias de verdad o de costumbre, formas estabilizadas de injusticia. Un modo poco asumible de realidad se enmascara con la autoridad falsa de lo que parece una norma de siempre y para siempre.
Que haya esclavos no parece aceptable. Pero hubo siglos en los que la esclavitud fue el orden apoyado por las leyes y los dioses. Tampoco parecen aceptables el feudalismo y los sometimientos a unos señores con poderes sagrados. Sin embargo, la prepotencia del Señor marcó durante siglos la existencia de los seres humanos. La dominación convertida en sentido común y verdad de la existencia es la máscara de la injusticia. Un explotador se viste con las galas de la buena sociedad.
Por eso la cultura popular y los relatos literarios han justificado en muchas ocasiones a los bandoleros que se saltan las normas para combatir al poderoso. La frase “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón” no oculta que robar está mal, pero sugiere que puede perdonarse al que se queda con el dinero de un ladrón mayor. Muy simpáticas resultaron las flechas de Ivanhoe en la novela romántica de Walter Scott, o la aparición de algunos bandoleros en Sierra Morena, o Los gavilanes en la voz de José Alfredo Jiménez: “Vuelen, vuelen, gavilanes, a pelear por la razón. No es vergüenza ser bandido, si se roba al que es ladrón”.
Pero tampoco había por qué acomodarse a la leyenda romántica de los bandoleros. Si el poder injusto procuraba normalizar sus formas de dominio con un ideario social, también resultaba posible normalizar la defensa de la justicia más allá del deseo de robar a los ladrones. Nació así la política democrática, el derecho a ordenar la vida con programas e instituciones en favor de la justicia social. Aunque haya muchos intereses que intentan degradar ahora el prestigio de la política, su razón de ser fue sacar la lucha por un mundo más justo de los bosques de Robin Hood o de Sierra Morena.
El éxito cultural del neoliberalismo en un mundo fluido ha hecho que la realidad se niegue, que los mercados abran de manera radical las brechas sociales y que las grandes fortunas empobrezcan a las mayorías para acumular beneficios desmedidos
Estas tensiones entre los poderes, las costumbres, las normas, lo justo y lo injusto se presentan en las mentalidades sociales bajo muchos disfraces. Pero las situaciones de crisis dejan a veces desnudo el espectáculo. Ahora está ocurriendo eso, la mayoría de las polémicas, si se analizan con objetividad, no ponen sobre la mesa un debate entre diversas opiniones políticas, sino la tensión original entre el dominio injusto de los poderosos y la política.
El éxito cultural del neoliberalismo en un mundo fluido ha hecho que la realidad se niegue, que los mercados abran de manera radical las brechas sociales y que las grandes fortunas empobrezcan a las mayorías para acumular beneficios desmedidos. No hace falta ser un revolucionario para comprender que la política debe tomar medidas, poner límites, organizar los mercados. Como los poderosos tienen sus disfraces, hay medios de comunicación y partidos que claman al cielo cuando la política democrática intenta ejercer una autoridad necesaria y razonable. Pero la realidad no vive una polémica entre medios, o entre opciones políticas, sino el debate original entre la razón de ser de un Estado democrático y la prepotencia de los señores feudales de hoy.
La autoridad de la política democrática es imprescindible si no queremos regresar al mundo de los bandoleros. La irrupción de la extrema derecha en Europa y en los EE.UU, aplicada a los derechos cívicos, es una versión populista de la vieja idea de que robarle a un ladrón merece cien años de perdón. Hay mucha gente dispuesta a perdonar lo imperdonable en un mundo democrático como reacción a las injusticias normalizadas por el neoliberalismo. Pero la democracia no debe equivocarse. No se trata de sustituir a los partidos y las instituciones por movimientos populares (que acaban siempre controlados por los medios al servicio de los poderosos), sino de recordarle a la política y a las instituciones que tienen la obligación de ejercer su autoridad al servicio de la gente y del bien común.
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