Un geranio en tu balcón
Nos hemos reído, cabreado y desesperado, seguramente a partes desiguales, con la propuesta de Díaz Ayuso de una planta en cada balcón como respuesta al cambio climático, pero quizá no nos hemos detenido lo suficiente en lo que significa ni, sobre todo, en aquello de lo que es síntoma.
Decía Bruno Latour que, al menos desde los años 70 y 80 del pasado siglo, se hizo imposible ignorar que no había ya planeta y recursos suficientes para traer al presente y hacer así reales las imágenes que teníamos del futuro. Que los sueños de la modernización y el progreso que habían gobernado nuestras sociedades tanto como nuestros deseos eran ya irrealizables, incompatibles con los límites biofísicos que le suponíamos al planeta. Pero decía también Latour que la constatación de esta imposibilidad no se tradujo en una adaptación de nuestros deseos y sueños a esa nueva imagen del futuro, tampoco de nuestros modelos de desarrollo y crecimiento.
Al contrario, a partir de los años 70 y 80 del pasado siglo lo que tuvo lugar fue, más bien, una revolución cultural bajo la forma de una profunda y frenética huida hacia adelante: si no había suelo, espacio y recursos suficientes para realizar los futuros imaginados y deseados por todos, teníamos que renunciar a la idea misma de ese “todos”, es decir, renunciar a toda idea de un futuro compartido. Como si no quedara más remedio, ese era el contenido traumático de la revolución en marcha, que lanzarse a una lucha sin cuartel por la apropiación de los escasos recursos disponibles y, de esta forma, permitir unos planes de vida frente a otros. Una disputa, pues, en la que unas vidas serían posibles a costa, más que nunca, de que otras no lo fueran. Pisar a fondo el acelerador de la historia, por más que todo aconsejase echar el freno de mano.
Esta suerte de guerra hobbesiana sin Leviatán ni futuro compartido que algunos llaman neoliberalismo fue, sin embargo, transformándose a medida que la crisis ecológica dejaba de ser una previsión o anticipación del futuro y se convertía en una experiencia cotidiana: la de las olas de calor y frío, la de las sequías, la de la desaparición acelerada de especies y la consiguiente destrucción de la biodiversidad. Si lo que estaba en juego ya no era un futuro más o menos lejano, sino el mismo y cotidiano presente, se volvía del todo urgente actuar o… ¡negar las causas y las consecuencias mismas de la crisis! Fueron dos las formas que adoptó este trabajo de la negación.
La primera, llamémosla versión fuerte, pasaba por negar la evidencia misma del cambio climático. El ejemplo claro fue el de Trump, bien retirándose de los acuerdos de París para apostar por un crecimiento extractivista frenético, bien levantando muros para —en una metáfora trágica pero del todo reveladora de que la nueva derecha no estaba dispuesta a compartir el suelo, la tierra y los recursos con “el otro”— impedir la llegada de aquellos que estaban perdiendo una guerra nunca del todo declarada. La segunda forma de negacionismo, llamémosla versión débil, ha operado mediante la negación no ya de la crisis climática o ecológica, sino de toda medida (política, cultural, técnica o económica) capaz de combatirla.
Volvamos a la planta en todo balcón madrileño que nos propone Díaz Ayuso, pues no parece una mera ocurrencia de campaña u otro cínico desafío al votante progre, por más que contenga algo de ambas posibilidades. La propuesta es, me temo, el fruto de las razones históricas que han llevado a estas dos formas de negacionismo, dos formas, por cierto, en las que Díaz Ayuso se expresa indistintamente, unas veces negando el cambio climático y, otras, cualquier medida necesaria para combatirlo. La planta en cada balcón es, de hecho, una buena síntesis de ambas modalidades de negación: es tan abierta y notoriamente ineficaz para combatir el cambio climático que no hace sino negarlo o, peor, ridiculizarlo.
Pero es especialmente importante, creo, no olvidar que el negacionismo de Díaz Ayuso tiene una función cultural e ideológica, además de política: como no hay recursos suficientes, como no hay tierra, agua, clima o capacidad pública para responder a las necesidades y los deseos del conjunto de los ciudadanos, no queda más remedio que aceptar un único escenario compartido, el de la lucha abierta por cualquiera de los recursos (educativos, energéticos, económicos, culturales, inmobiliarios, sanitarios, medioambientales). Una lucha sin más reglas que las del más fuerte, bien entre regiones (Madrid contra el resto, incluso contra el propio Partido Popular nacional), bien entre los propios ciudadanos madrileños. Una lucha que solo podemos enfrentar, esta es la cosa, si tenemos y le echamos ganas. Muchas ganas.
El eslogan de campaña es tan burdo como sutil y efectivo en sus resonancias afectivas y culturales, pues remite a las ganas que cualquiera necesita para enfrentar una batalla sin tregua. Son las ganas que sostienen el deseo en un escenario de competencia y escasez generalizadas; son las ganas, también, que trabajan como único y raquítico sustrato moral en un contexto de lucha sin fin, es decir, las ganas como lo único que queda tras la reducción nihilista de todos los valores morales al puro y duro valor, vale decir, a la fuerza. Como recordaba hace unos días Germán Cano con toda precisión, el eslogan de Ayuso refiere, por encima de todo, al resultado necesario de toda batalla, al hecho incuestionable de que en Madrid unos ganan (dinero, posiciones, oportunidades, recursos, planes de vida) porque otros pierden.
El eslogan resuena y rima así con una forma de deseo y subjetividad construida siempre frente al otro, o frente al miedo no menor de convertirse en ese otro: el que fracasa o se siente y piensa como víctima, el que vive de paguitas o aspira a vivir de ellas, el que necesita de la protección de un gran Otro (papá Estado) porque no se vale por sí mismo, el otro asistido porque débil y… sin ganas. El otro, en fin, que no gana.
Hay, sin embargo, que hilar un poco más, pues el éxito de la derecha madrileña, y el de Ayuso como su alumna más aventajada, no ha sido el de identificar en esta figura del perdedor desganado a un adversario o un enemigo (este habría sido el resultado de un darwinismo social seguramente excesivo); no, el éxito discursivo de Ayuso radica, más bien, en haber ganado la representación misma de la izquierda como ese espacio político, afectivo y cultural que, tal y como señaló Javier Franzé en estas mismas páginas hace ya unos años, busca convertir a los ciudadanos en “seres a proteger, más que a liberar”. Una izquierda que necesitaría de sujetos débiles y sin capacidad de darse a sí mismos un futuro, una izquierda que solo piensa desde y para esos perdedores que ninguno aspiramos a ser.
Estamos en campaña y quedan muy pocos días; sería presuntuoso, además de inútil, pretender concluir ahora con unas apresuradas lecciones sobre la mejor estrategia para ganar la Comunidad de Madrid
Sí, creo que la derecha madrileña ha ganado desde hace ya mucho tiempo un relato perverso pero extraordinariamente eficaz: por un lado, la desgana, la debilidad y la condición de víctima siempre necesitada de protección y tutela (del poder, de la política, del Estado, de los demás); por el otro, el empuje, la fuerza, el mérito, el éxito y la libertad, es decir, las ganas de los que ganan. Por el camino, son el Estado, lo público y lo común los que quedan refigurados como meras herramientas al servicio de una izquierda paternalista que solo sabe y quiere perpetuar la debilidad, la desgana, la derrota y la tutela.
Es claro que este marco discursivo no se articula sin más en un solo relato de campaña, al contrario, necesita y bebe de condiciones bien materiales de vida, precisamente las que la derecha lleva construyendo en Madrid desde hace más de tres décadas. De entrada y por ejemplo, ese 40% de ciudadanos madrileños con seguros de sanidad privada o hijos en colegios concertados o directamente privados. O ese modelo de protección y seguridad que no pasa por el Estado sino por la inversión y la herencia (fundamentalmente inmobiliarias). O, en fin, ese tercio largo de la ciudadanía madrileña que no siente la necesidad de lo público ni, por tanto, de pagarlo, y que tampoco se imagina perteneciendo a un espacio común en un territorio compartido.
Este tercio de la ciudadanía encarna el ideal mismo de esa huida hacia adelante que arrancó en los años setenta y ochenta del siglo pasado y que llegó con algo de retraso a nuestro país. Un tercio privilegiado que sirve, además, para definir por simple oposición tanto a un tercio excluido y abandonado a su suerte, ese que ya ha perdido y es, por tanto, dado por perdido, como a un tercio intermedio que ora aspira a convertirse en parte de esa amplia minoría privilegiada, ora mira con pavor la posibilidad siempre presente de acabar arrastrado hacia el tercio más bajo de la estructura social.
No cabe duda, tampoco, de que esta Comunidad de los tres tercios (la idea se la escuché a Íñigo Errejón, no es mía), es el resultado de un viejo proyecto político de la derecha española (por más contradicciones que le genere en ocasiones a sus dirigentes nacionales): el de hacer de la Comunidad de Madrid una suerte de Distrito Federal que contenga o bloquee la tendencia federalizante de nuestra realidad plurinacional. Es decir, en hipertrofiar el desarrollo (económico, financiero, urbanístico…) de una región para contener todo crecimiento periférico. Por eso Ayuso construye su identidad política en y contra un marco nacional: contra Sánchez, contra Bildu, contra el independentismo o el nacionalismo catalán, contra todo lo que queda fuera de Madrid.
Estamos en campaña y quedan muy pocos días; sería presuntuoso, además de inútil, pretender concluir ahora con unas apresuradas lecciones sobre la mejor estrategia para ganar la Comunidad de Madrid. Dudo, además, no solo de saber cómo sería esa estrategia, sino de que pase exclusiva o prioritariamente por lo que puedan hacer las izquierdas en la sola Comunidad de Madrid. Me contento con insistir en que la planta en el balcón no es una ocurrencia o un error de campaña, tampoco una pertinaz muestra de ignorancia o incapacidad políticas. Es un síntoma y un símbolo de una realidad política y cultural, diría que incluso antropológica, contra la que llevamos chocando desde hace ya demasiado tiempo en Madrid.
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