El Polo Norte se derrite… y nuestra justicia, también Jesús Maraña
Rubiales y el autoengaño masculino
Escojamos una de las muchas y muy desagradables aristas que ha mostrado el caso Rubiales. Me refiero a la medida en que este personaje ha exhibido una suerte de carácter paradigmático de la masculinidad tradicional. Porque, contrariamente a lo que suele decirse, el mayor privilegio masculino no es la capacidad de ejercer violencia directa, la ocupación del espacio público, el uso de la palabra reconocida como válida, el monopolio de poder o el acceso directo o indirecto al cuerpo de las mujeres. Quizás el mayor privilegio consiste más bien en desarrollar un carácter que permita realizar esas acciones. Y es ese tipo de carácter el que ha permitido a Rubiales ejercer actos de poder contra las jugadoras y reaccionar como lo ha hecho cuando ha sido cuestionado. ¿En qué consiste ese carácter?
Un primer rasgo deriva del funcionamiento del poder. Tener poder es siempre, a la vez, creer merecer ese poder. Tener poder es a la vez sentirse legitimado o creerse con derecho a ostentar el poder. No hay poder sin legitimidad: la que otorgan los que lo reciben y la que reclaman los que lo ejercen. Porque, en efecto, como decía muy bien un meme de Proyecto Una, “La masculinidad no equivale a la experiencia de poder, sino a la experiencia de merecer el poder”. Pues bien, Rubiales se cree con derecho a ocupar el espacio, hacer gestos y tratar al cuerpo de las jugadoras como él disponga. Es soberano de su cuerpo, del espacio y del cuerpo de las jugadoras.
De ese rasgo se deriva el siguiente. Cuando esa soberanía es disputada, el sujeto se siente víctima de un terrible agravio. Se le está cuestionando algo a lo que él tiene derecho. La mayor víctima no es quien ha sufrido su violencia, sino él mismo. La premisa oculta, claro, es que la víctima no tenía derecho: no tenía derecho a disponer del espacio o a decidir sobre el uso de su cuerpo. Así comprendemos que Rubiales pueda exhibir rabia y ofensa cuando es cuestionado, como hizo en la rueda de prensa. El perseguido es él. Así comprendemos que el agresor se presente como víctima.
Hay un último aspecto que me parece clave. Se trata del autoengaño respecto de la propia posición. El poder desnudo, decíamos, debe enmascararse siempre. El ejercicio del poder no solo exige la búsqueda de legitimidad en quien debe acatarlo, sino también y quizás ante todo en quien lo ejerce. Para ello, el sujeto en una posición de poder aplica sobre sí mismo una mirada sistemáticamente distorsionada: no soy un tirano, soy un benefactor, o, al menos, una buena persona. Iris Murdoch ha descrito magistralmente en El mar, el mar este constitutivo autoengaño masculino en el trato con la mujer, especialmente con la mujer amada: tomar permanentemente la palabra por ella, convertirla en un menor de edad, imponer los propios deseos e intereses, despojarla de voluntad y decisión; pero todo ello bajo el manto de una presunta benevolencia, entrega y tranquilidad de conciencia. Del mismo modo, Rubiales piensa de sí mismo que está siendo gracioso, galante, gallardo o simpático, y piensa que el mundo es demasiado cobarde o mojigato para comprenderlo.
Su dimisión no cambia mucho las cosas. “Campaña desproporcionada”, “poderes fácticos que impedirán mi vuelta”, hijas y familia como víctimas...
¿Qué ocurre entonces cuando alguien cuestiona al sujeto poderoso, como hizo Jenni Hermoso? Que su protesta se topa con el muro de un sentimiento de impunidad y legitimidad construidas. La respuesta de Rubiales fue clara. Posiciones defensivas y pasivo-agresivas. Dar la vuelta a la situación para culpar a la víctima. Atacar a la víctima para quitar el foco sobre uno mismo. Eludir toda asunción de responsabilidad, de perdón o reparación. Considerarse a sí mismo la propia víctima de procesos persecutorios de diversa magnitud. Explosión de agravio, victimismo y resentimiento. Lo que se ha visto vulnerado para Rubiales no ha sido su cuota de poder objetiva, que al menos hasta la infame rueda de prensa permanecía relativamente intacta, sino su experiencia de creerse con derecho a ejercerlo y la tranquilidad de conciencia respecto de sí mismo. Su dimisión no cambia mucho las cosas. “Campaña desproporcionada”, “poderes fácticos que impedirán mi vuelta”, hijas y familia como víctimas, dice en la carta.
En una palabra: lo que el caso Rubiales demuestra es que los hombres, incluso cuando son agresores, se comportan como si fueran las víctimas. Por eso, dicho sea de paso, los análisis del malestar masculino y reacción antifeminista que inciden en el deterioro objetivo de las condiciones materiales de la clase trabajadora, el nivel de estudios, suicidios masculinos, etc., no dan en el clavo, porque lo que importa aquí no es la cantidad objetiva de recursos o poder, sino la pretensión de merecerlos y el creerse con derecho a mantenerlos. Es esa pretensión la que, al verse vulnerada, explota como resentimiento y violencia.
Así, el problema de Rubiales no es que sea un gañán que ejerce un poder grotesco y lo disfrace de actitudes victimistas y manipuladoras: el problema es que no puede aparecer ante sí mismo como un gañán grotesco, violento y manipulador. El problema no es el cinismo de Rubiales, el problema es que Rubiales realmente piensa que tiene motivos para estar ofendido. El problema, en una palabra, es que seguramente Rubiales duerme tranquilo por las noches. El problema es que Rubiales cree que tuvo dignidad en la rueda de prensa del “no me voy” y que conserva su dignidad ahora. Es eso lo que debemos tomarnos en serio. Para evitar la disonancia cognitiva, Rubiales debe verse a sí mismo bajo otro prisma. Como se dice en Hamlet: “Cuántas veces, con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo”. Rubiales querría engañar al mismísimo diablo para poder seguir engañándose a sí mismo. Durante mucho tiempo me ha maravillado la frialdad con que pueden ejercerse ciertas violencias. Lo que hoy me maravilla es que dichas violencias se ejercen no solo con la conciencia tranquila, sino con la certeza de que los equivocados son los demás, para empezar, las propias víctimas.
Cómo eso es posible es el misterio que debemos comprender. Hay que tomarse en serio el enigma, este mundo al revés, el misterio de este autoengaño. Es la única vía para ser sujetos más libres.
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