De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (y III) Javier de Lucas
30 años del asesinato neonazi de Guillem Agulló
Era la primavera de 1993 y Guillem Agulló tenía 18 años. El verbo en pasado. Los años transcurridos desde el crimen. En un país como el nuestro, tan volcado en los olvidos, corríamos ese peligro: que su muerte fuera una más de las enterradas en la desmemoria.
El 11 de abril de 1993 un grupo de jóvenes antifascistas, antirracistas, independentistas del colectivo Maulets, fueron a pasar unos días de Pascua a Montanejos, un pueblo de Castellón. En los pueblos de interior suelen ser fechas de acudir mucha gente a disfrutar de paisajes increíbles. Esos días nadie podía pensar en algo que no fuera la alegría de vivir. El joven compromiso militante del grupo no estaba reñido, para nada estaba reñido, con pasar esos días de fiesta en medio de esa camaradería que lo identificaba desde que sus miembros apenas levantaban dos palmos del suelo.
Pero esa alegría de vivir se enturbió cuando un grupo llegó al mismo sitio para convertir la fiesta en un crimen. Eran los llamados neonazis. Armados como siempre. Uno de ellos, Pedro Cuevas, le pegó una puñalada a Guillem que lo dejó en el sitio. En Burjassot, su pueblo cerca de València y con la iniciativa siempre de l’Associació Cultural Ca Bassot, recuerdan la vida y la muerte del joven cada 11 de abril para que su memoria no se pudra en las revueltas del olvido.
El juicio, celebrado dos años después, fue para morirte de la rabia. Allí estuvimos mucha gente. No se trataba de un asesinato político. Eso dijeron. Fue una simple reyerta entre jóvenes. Sólo eso. Los grupos de extrema derecha tienen manga ancha en un país que nunca ha borrado las palabras odio y franquismo de sus ideas ni de sus acciones. La muerte de un joven antifascista a manos de un nazi fue una riña de jóvenes airados. Menudo tribunal. Menudo juicio. Y más aún: de los catorce años a que fue condenado el asesino, cumplió cuatro y a vivir. Los demás miembros del grupo agresor fueron absueltos. En el año 2007, Pedro Cuevas se presentó a las elecciones municipales en Chiva, localidad valenciana a unos treinta kilómetros de la capital. El partido al que pertenecía el asesino era el ultraderechista Alianza Nacional. Una reyerta entre jóvenes sentenció el tribunal en el juicio. El cinismo no tiene límites según para qué gente. Tampoco para algunos jueces. Y un detalle más en la transparente biografía del autor del crimen: en 2005 fue detenido, junto a otros ultraderechistas, en la denominada Operación Panzer. El grupo, autodenominado Frente Antisistema, estaba en posesión de numeroso armamento, incluido armamento de guerra.
Una simple riña entre jóvenes. Aquel día de hace 30 años, el grupo de nazis fue a pasárselo bien a Montanejos. Claro que sí. Y para pasárselo bien necesitaban ir de caza. Y para eso necesitaban las armas. Siempre fue así, según lo pidiera la envergadura de la cacería. Bates de béisbol. Puños americanos. Botas con refuerzos de acero. Navajas. Pistolas. Una riña entre jóvenes. Qué sarcasmo llamar así a un asesinato con raíces políticas. El asesino presumía de su protagonismo en esas jornadas de caza. Un dios para sus colegas de ultraderecha después de la puñalada a Guillem Agulló aquella lejana tarde en Montanejos.
La muerte de un joven antifascista a manos de un nazi fue una riña de jóvenes airados. Menudo tribunal. Menudo juicio
Han pasado treinta años desde entonces. Y no se cansan los del odio de mantener sus amenazas. A la familia de Guillem. A los amigos de Guillem. A todo lo que suene a recuerdo insobornable del joven asesinado por un nazi, un tipo que andará tan pancho por esa libertad que él y los suyos nos niegan a quienes no pensamos como ellos. Conozco y siempre he estado cerca de Carme y de Guillem, los padres de aquel joven que ahora tendría cuarenta y ocho años. No sólo hay que recordar el nombre de Guillem Agulló, sino también el de su asesino: Pedro Cuevas. Las víctimas lo son más todavía si no ponemos al lado los nombres de sus verdugos. Dicen quienes se pirran por la equidistancia que eso es reabrir heridas y ejercer algo parecido a la venganza. No sé cuántas veces habrá que repetirlo: las heridas que fue dejando aquel golpe de Estado fascista contra la República nunca se cerraron. Por eso hay que seguir con el dedo en el gatillo de la memoria, como escribía Juan Marsé en esa inmensa novela que es Un día volveré.
Estoy harto de esa equidistancia que asegura que nunca hablamos de que en la guerra también hubo violencia en el lado de la República. Nadie, y con todos los matices que haga falta, lo ha negado nunca. Aunque evidentemente no formaba parte, esa violencia, de un programa organizado por los mandos republicanos. Nada que ver con el “exterminio” que predicaban Mola, Queipo, el mismo Franco y los militares golpistas desde el minuto cero del golpe. Pero da igual, a quienes dicen que no hay diferencia entre los golpistas y quienes defendieron la legitimidad de la Segunda República, les importa un pito la verdad. Lo decía Antonio Machado: la verdad también se inventa. Por eso en sus libros, en sus artículos periodísticos, allá donde pueden usar sus argumentos, se anclan en la guerra para no hablar de la dictadura y sus crímenes, unos crímenes y unos criminales que todavía hoy disfrutan de la más grosera impunidad. Y lo peor es que sus voces, las de la equidistancia, son las que más fuerte se oyen porque disfrutan de los más potentes altavoces, de las más grandes editoriales, de la más granada brunete mediática cuando toca hablar o escribir sobre la historia de este país que tan poco quiere saber de su pasado. Entre las víctimas y sus verdugos no hay inocencia que valga. O estás en un lado o estás en el otro. Sin el golpe de Estado fascista no hubiera habido una guerra. Pero claro, esos de la Tercera España aseguran que si hubiera ganado la República aquí habría gobernado Josef Stalin. Son adivinos los terceraespañistas. Tienen una bola de la bruja y un mazo del tarot en la mesa de sus juegos malabares con la historia.
Hace treinta años que un neonazi llamado Pedro Cuevas asesinó al joven antifascista Guillem Agulló. Hoy seguimos reivindicando el carácter político de ese crimen. Pero ya se sabe que la justicia es la que es cuando se trata de juzgar las agresiones de la ultraderecha. La justicia de 1993 y la justicia de treinta años después. No sé si algun día se acabará esa manga ancha con los del odio y sus violentas querencias franquistas. No soy optimista, qué quieren que les diga. Pero a pesar de eso, nunca me olvido de seguir con el dedo en el gatillo de la memoria que nos contaba Juan Marsé en Un día volveré. Nunca me olvido. Nunca.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).
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