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Ya lo sé: no soy un buen patriota

O más claro todavía: no soy patriota, ni bueno ni malo. O sea, que si me llaman antipatriota los de las derechas es como que pierden el tiempo. Me da igual. Cuando era un crío y veía el cartel de Todo por la Patria en la fachada del cuartel de mi pueblo, ya intuía que había algo raro en esa palabra. No sabía muy bien qué, porque los críos de entonces no nos enterábamos de nada y menos aún podíamos entender el significado de palabras extrañas. Pero claro, luego los críos crecen y nosotros crecimos, eso sí, unas veces hacia arriba y otras hacia abajo, pero crecimos y nos fuimos enterando de cosas que antes ignorábamos. Uno de esos descubrimientos fue que, cuando alguna gente del pueblo atravesaba la puerta de la Patria antes de cenar, era para que le arrearan unos cuantos palos o la tira de correazos con el cinturón del uniforme. Y después, mientras volvían a sujetarse los pantalones, los civiles le soltaban: “Esto para que te acuerdes de quién eres”. Era el escarmiento. La brutalidad de los vencedores. La memoria machacada cuando no era ni siquiera memoria, sólo dolor en las espaldas de la derrota. Sólo eso. Ni memoria ni nada. Dentro de esa Patria también pelaban al cero a las mujeres: ellas tenían que acordarse, igualmente, de quiénes eran. Las perdedoras, eran las perdedoras. Que lo supieran ellos y ellas, aunque hubiera que recordarles esa humillante condición a golpe de navaja barbera y correazos.

Por eso, desde bien pequeño, lo de la Patria me sonaba a cosa rara, a una sordidez oscura, a algo que durante muchos años tuvo el nombre y los apellidos del miedo. Luego la Patria fue ensanchando su territorio y alcanzó las dimensiones estratosféricas de lo civil. Después de la Constitución (¿para cuándo una ITV profunda en su articulado?) y sobre todo del 23-F, la palabra Patria ya no era privativa de los cuarteles ni de las soflamas falangistas. La Patria éramos nosotros, nosotras, el pan con masa madre, el bocadillo de tortilla o calamares sin la mayonesa de la dictadura pasada de fecha y la bandera a la que le habían dibujado un rato antes un escudo en el lugar del bicho alado.

Pero entonces ya hacía mucho tiempo que yo no era patriota. Ni bueno ni malo. Sencillamente, no era patriota.

Y de repente, el tiempo se ha vuelto como el de cuando yo era un crío en Gestalgar, mi pequeño pueblo de la Serranía valenciana. La palabra Patria se la habían vuelto a adueñar –si es que alguna vez la abandonaron– los descendientes de los propietarios de entonces. La Patria perdía su dimensión consensuada para convertirse en el reducido cortijo de los de siempre. Ponen a la entrada de ese cortijo el cartel de “reservado el derecho de admisión” y exigen ADN de ranciedad ideológica para que puedas pasar a disfrutar de sus favores. Por eso quienes no comulgan con la Patria de las cloacas y la que convierte los muertos por coronavirus en papeletas de domingo electoral están excluidos, como siempre. La navaja barbera y el correaje no los enseñan en público, faltaría más, pero tienen siempre a punto la palabra “antipatriota” para señalar con el dedo acusador a quienes se oponen a sus designios que, como no podía ser de otra manera, son los que les dan derecho a gobernar siempre, a considerar ilegítimos los gobiernos que no son los suyos, a decidir, desde el cultivo de ese “patriotismo histriónico” que decía Almudena Grandes en la presentación de la iniciativa ciudadana #VamosASalir, nuestro destino, un destino que no es otro, según ellos, que el de mantener sin remisión posible nuestra eterna condición de perdedores.

Esos del cortijo han convertido la Patria en un concurso de méritos. Y ahí, claro que sí, nos llevan una ventaja insalvable. Porque su Patria es la que escarba en la historia de los sentimientos para convertirla en un apaño de intereses particulares que son y serán los de los ricos, la que destroza la honorabilidad de la verdad a base de mentiras, la que desprecia gallardamente a quienes no piensan como ellos. En esa magnífica novela que es La piqueta, de Antonio Ferres, dice la joven Juana: “Siempre nos machacan a los mismos, siempre nos toca a nosotros, pero la culpa es de esos hijos de su madre, de los que se figuran que siempre tiene que ser a nosotros…”. Piensen que eso fue escrito en 1958 y publicado al año siguiente. Las grandes novelas siempre nos hablan no sólo de su presente sino del nuestro, y hasta de nuestro futuro.

También el dolor provocado por el coronavirus se ha convertido en una criba de infección antipatriótica. El gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos está infectado de antipatriotismo. Se lo han contagiado los bolivarianos, los comunistas, los que defienden el terrorismo, los que exigen un dinero mínimo para que alguna gente pueda paliar el hambre y enfrentar mejor la “nueva normalidad”, los que dicen que los ricos deberían pagar más impuestos porque entre media docena de esos ricos tienen más dinero que el resto de compatriotas… Pero claro, para esos de la voz inflamada no hay compatriotas, sólo hay patriotas y sólo ellos lo son de verdad. Por eso ahora toca una campaña patriótica por parte de las derechas, de los medios que expanden sus políticas de exclusión, de conceder el pedigrí patriótico a quienes comulgan con sus versiones satánicas de lo que nos pasa.

Su Patria no son las residencias de mayores y centros de acogida, ni la sanidad y la educación públicas, ni la igualdad ante la ley y la justicia, ni el feminismo, ni la inmigración pobre, ni la cultura que nos hace no sé si más listos pero sí más críticos, ni la voladura de los recursos medioambientales, ni nada que no sean sus propios intereses políticos, económicos e ideológicos. Hasta están intentando –a veces veladamente y otras sin tapujos– que la Patria de los cuarteles de ahora vuelva a ser la de cuando yo era un crío y no conocía el significado de palabras extrañas. Sumar uniformes a su causa: había que “implicar a las Fuerzas Armadas en la logística, recursos humanos y comunicación de la red sanitaria y de residencias de ancianos, así como todas las actividades esenciales del Estado y de la industria que lo requieran”. Son palabras de Santiago Abascal en pleno auge de la tragedia del Covid-19. Remarco: “todas las actividades del Estado que lo requieran”. ¡Qué susto, ¿no?!

Por eso cuando escucho tantas veces la palabra “antipatriota” en la boca encendida de las derechas es como si me pasara de largo, como si no fuera conmigo. Porque para ser antipatriota has de creer antes en la Patria. Y desde hace muchos años dejé de creer en esa palabra que no sé por qué siempre me sonó acompañada de sables, redoble de tambores y cornetas, esa palabra escrita gallardamente con la mayúscula de la arrogancia. Creo en la gente, en la ventana que, como escribía mi querido Caballero Bonald, se abre a un paisaje que te hace feliz, en las palabras que no mienten, en los aplausos y las canciones que los días del confinamiento se asomaban a los balcones para que la vida no fuera sólo y tristemente una emboscada.

Si a todo eso que digo se le llama patria, ahí sí que me reconozco. Escrita así, esa palabra, con la letra minúscula de la dignidad y la nobleza. Crecí con el miedo a la Patria de Casado y Abascal, a su crueldad infinita, a lo que tuvo de engaño y convirtió la infancia, la mía y la de mucha otra gente, en un tiempo al que le habían robado a taconazo limpio la inocencia. Por eso, que no me busquen cuando hablen de la Patria. No me van a encontrar porque hace mucho tiempo que me fui, creo que cuando vi por primera vez aquel cartel donde ponía, sobre un fondo de bandera triunfadora, Todo por la Patria.

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Alfons Cervera es escritor. Su última novela: Claudio, mira, editada por Piel de Zapa.

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