Sobre los besos que queremos (o no) dar

“¡Venga, dale dos besos! No seas despegada, es nuestro amigo”. Como yo, habrán presenciado una escena similar muchísimas veces. Un padre o una madre que obliga a su hijo o hija a acercar su mejilla a la de una persona que no ha visto en su vida. Lo hacen sin mala intención. Por costumbre. Porque es de buena educación. Otras tantas veces, he sido testigo de la incomodidad del menor ante la idea de tener que besar a un desconocido. Como también he presenciado el mal gesto del adulto si el pequeño se ha negado a dárselo, ha llorado para no hacerlo o se ha limpiado la cara después de que se lo diera. Parémonos a pensar un minuto: ¿por qué debería agradarnos besar a alguien con quien no tenemos confianza?

Solo unas horas después de la agresión machista de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso –televisada ante millones de personas– las jugadoras de la selección acudieron a una recepción en el Palacio de la Zarzuela. Allí, una a una fueron saludando con dos besos a Pedro Sánchez. El resto de técnicos –todo hombres– estrecharon la mano del presidente en funciones. El saludo a las deportistas no llevaba implícita ninguna connotación sexual pero sí un sesgo de género, un código de conducta que funciona de manera diferente entre hombres y mujeres (y que se evidencia tras la infancia), que marca nuestra posición en esta sociedad que dista mucho de ser igualitaria y que perpetúa roles e imposiciones. Como que las mujeres tenemos que ser cariñosas y amables. Los hombres, fuertes y rudos. O que, aunque sea de manera inconsciente, estamos dando por hecho que el espacio que ocupan las mujeres se puede invadir. No sucede así con el de los varones donde sí se guardan las distancias.

Estos días he oído a quienes argumentan que en países como España es una tradición cultural que las mujeres tengamos que dar dos besos para saludar. Es cierto, sí. Pero por suerte, ni la cultura ni las costumbres son inamovibles. Al contrario, deben ser dinámicas, cambiantes, transformadoras. Solo así se logra avanzar. Esos besos son, a veces, no deseados, incómodos y pueden llegar a violentarnos. Ya sea en ambientes de ocio o de trabajo ¿No es una situación totalmente anacrónica que en la oficina tengamos que saludar así a nuestro jefe, un varón que jerárquicamente está por encima de nosotras? 

Hay quien argumenta que es cultural pero esos besos son, a veces, no deseados y pueden llegar a violentarnos. Ya sea en ambientes de ocio o de trabajo ¿No es una situación totalmente anacrónica que en la oficina tengamos que saludar así a nuestro jefe?

Hay hombres muy enfadados porque, dicen, ya no pueden llamar guapa a una mujer, ni abrirle la puerta como señal de cortesía ni darle dos besos sin que les llamen machistas. Ojalá defendieran con la misma vehemencia la necesidad de invertir en políticas públicas para prevenir los feminicidios. Recuerdan a aquellos ofendidos que aseguraban que con la ley del 'solo sí es sí' iban a tener que firmar un contrato antes de mantener relaciones sexuales.

Hombres indignados, de derechas y de izquierdas, que dicen que el feminismo ha llegado para cambiarlo todo, hasta lo que forma parte de su vida privada. Tienen razón. Las mujeres hemos aprendido a colectivizar lo que nos pasa. A ponerlo en común, a sacarlo de la intimidad para convertirlo en una cuestión política. Y eso, por más que le pese a algunos, no nos convierte en puritanas ni conservadoras: simplemente estamos poniendo el consentimiento y el deseo en el centro. Ya sea en la cama, en la oficina o en la barra de un bar. Estamos decidiendo a quién nos apetece besar. Y a quién no. Estamos poniendo nuestros límites.

El feminismo nos ha dado las herramientas para decir #SeAcabó pero también para entender que los más pequeños también tienen autonomía, para enseñarles que en su cuerpo mandan ellos y que no darle un beso a un desconocido no les convierte en maleducados. El feminismo nos ha enseñado que solo deberíamos besar cuando nos apetece y a quien también quiera besarnos.

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