El género, ese jardín

Carlos López Keller

En estos días oscuros, uno puede empezar hablando de Foucault y terminar valorando el número de letras que debería conformar el ‘nomen’ de los heterogéneos. En el trasfondo, una discusión con mucho recorrido de futuro pero lastrada de pasado; una discusión compleja y delicada que, por motivos históricos, eriza la piel de los afectados y eleva el tono de los comentarios, haciéndolos propicios para ver cumplida la Ley de Godwin. 

Dejemos planteado el debate. La mujer se ha enfrentado históricamente y todavía hoy a una intolerable discriminación impuesta por su condición de tal. El feminismo canalizó su lucha impulsando la presencia de la mujer en todos los ámbitos sociales, desde la reivindicación orgullosa de un género discriminado frente a otro discriminante. La reversión de esta situación imponía activar los derechos de la mujer, defender el ‘nosotras’ con políticas específicamente de género, con normas propias destinadas a la protección y promoción de las personas de género femenino. 

Como movimiento liberador, el feminismo ha confluido históricamente con la reivindicación de la sexualidad llamémosla (no me gusta la palabra) “heteronormativa”: gays, lesbianas, asexuales, bisexuales, transexuales... en luchas que progresaban en paralelo, como los cables de las torretas eléctricas: por uno avanzaba la lucha a favor del género discriminado y por el otro la lucha a favor de las orientaciones sexuales discriminadas. La aparición de una Q, que trasciende a una bien consolidada T, ha provocado un cruce de cables y las chispas del cortocircuito están llegando al suelo. 

Dígase lo que se diga, las aristas son inevitables: aquellos y aquellas que han luchado contra el machismo, contra la discriminación y violencia de género ven con claro recelo las tesis que propugnan, desde el mismo seno del feminismo, que el género no existe o que es una mera “construcción social”, lábil y difusa. 

En este sentido, hay quienes creen que las doctrinas ‘queer’ dificultan la lucha del “nosotras” de las mujeres; consideran que banalizan el motivo de su discriminación, complican las reivindicaciones de género y hacen el juego a la derecha. Es comprensible que muchas feministas contemplen atónitas la promoción de un “nosotrxs” que tacha con una equis el género que tantas veces en la historia se ha querido preterir y tachar.

Hay quienes creen, en sentido contrario, que cuestionar la fluidez de género o forzar la clasificación de las personas por su género y orientación, imponiéndoles que se identifiquen con alguno de ellos, es una intolerable conducta transfóbica. Para unos, añadir más letras al nombre resulta inclusivo; para otros, multiplicar las letras fragmenta al grupo y debilita su potencia reivindicativa. 

No intenten comprender el postestructuralismo; bastará quedarse con la realidad desestructurada: vivimos en una sociedad individualista que promueve un enfoque atomizador de los conflictos sociales. Desde siempre, el poder ha fomentado las diferencias entre las personas para evitar su lucha colectiva. Cada uno tiene su ser y lugar en el mundo, ¡por supuesto!, pero eludir nuestra pertenencia a una clase discriminada o a un género discriminado, haciéndonos creer que somos únicos e inclasificables, dinamita toda lucha sindicada y perpetúa la discriminación. 

Es comprensible que muchas feministas contemplen atónitas la promoción de un “nosotrxs” que tacha con una equis el género que tantas veces en la historia se ha querido preterir y tachar

En fin, para terminar con la discriminación de género hay dos vías: o terminamos con la discriminación o terminamos con el género. Desde la primera perspectiva, la lucha pasa por activar la progresión social del género femenino; desde la segunda, el género debería desaparecer del DNI. Desde la primera, habría que impulsar la paridad de género en ámbitos empresariales, políticos o judiciales; desde la segunda, preguntar a los miembros de un consejo de administración, ejecutiva política, tribunal o colectivo si se consideran hombres o mujeres, para valorar con sus respuestas la paridad o falta de ella, resulta en sí mismo una pregunta invasiva e impertinente. Las diferencias de enfoque se abren en abismo: desde la primera perspectiva, habría que cuidar el respeto al deporte femenino; la segunda defiende la permeabilidad de las fronteras entre el deporte femenino y masculino, en busca de nuevos paradigmas. 

La cuestión es enormemente interesante, pero no exenta de riesgos. Es proverbial la dificultad de los actos revolucionarios por conseguir un desarrollo sereno de sus avances, pero no nos desanimemos. Confiemos en que este debate culmine perfilando con claridad la aportación específica de la disputada letra Q a una lucha, la de las mujeres, que no puede permitirse ni un solo paso atrás. 

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Carlos López-Keller es socio de infoLibre.

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