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La leyenda de Amy Winehouse merece algo más que un biopic sesgado como 'Back to black'

Fotograma de la película 'Back to Black'.

El momento más emotivo de Amy, documental de Asif Kapadia, encontraba a Amy Winehouse en la ceremonia de los Grammy de 2008. La artista londinense no había podido asistir en persona a la entrega de premios debido a una denegación de su visado por abuso de narcóticos, así que estaba ahí vía satélite, pudiendo interpretar Rehab desde un set local para ir recibiendo los premios por diferido. Uno de los cinco que ganó, Mejor grabación del año, fue anunciado por Tony Bennett, y según Winehouse vio al legendario crooner ahogó un grito de emoción. No podía creerse que ese cantante, adorado por ella desde que era niña, fuera a hacerle tal honor. Tampoco llegaba a creérselo cuando, poco después, se reencontraba con Bennett para colaborar en una canción entre piropos mutuos y nuevos nerviosismos. Sería la última grabación de Winehouse antes de morir, en 2011.

Amy ganó el Oscar a Mejor documental cuatro años después, como culmen de unas críticas excelentes y un entusiasmo por parte del fandom que no suscribía, ni por asomo, Mitch Winehouse. El padre de la artista mostró su malestar con el retrato planteado por Kapadia, que le identificaba como alguien que había controlado la carrera de su hija e incluso descartado inicialmente la necesidad de que se desintoxicara; “And my daddy thinks I’m fine”, cantaba Winehouse en Rehab. Kapadia presumía de haber contado con hasta 100 testimonios y múltiples imágenes inéditas para su documental, mientras Mitch reclamaba un control de la narrativa que velozmente se concretó en la necesidad de rodar un largometraje según los designios del patrimonio de Winehouse. Back to black es ese largometraje, y entre las muchas cosas que lo diferencian del documental está el que en ningún momento Amy exclame conmovida “¡Tonny Bennett!” durante la gala de los Grammy.

A Back to black le interesan otras cosas, no solo en la línea de lo que haya podido querer Mitch —que aquí, interpretado por Eddie Marsan, es el primero en aconsejar a Amy que acuda a una clínica de desintoxicación—, sino en función a quienes escriben y dirigen. Sam Taylor-Johnson y Matt Greenhalgh ya trabajaron juntos como directora y guionista en Nowhere Boy: Greenhalgh, tras acercarse al fenómeno Joy Division en Control, escribió sobre la adolescencia de John Lennon, interpretado por quien luego pasaría a ser la pareja de la directora, Aaron Taylor-Johnson. Todos coincidieron en achacar el genio artístico del preBeatle a sus turbulentas relaciones familiares y al trauma infantil, otorgándole a su temprana relación con la música un rol más secundario.

En Back to black la obra de las Shangri-Las deja una honda huella en Amy Winehouse (Marisa Abela), concretada sobre todo en el peinado beehive que tanto impactaría durante la primera década del 2000. Las canciones de este grupo femenino de los 60 tienen cierto peso dramático, además, pero hay una pega: no son importantes por la relación de Amy con su arte, sino por simbolizar su conexión con Blake Fielder-Civil (Jack O’Connell). Blake fue quien le descubrió a las Shangri-Las, al parecer. Y, en consonancia, es el trágico romance de Amy y Blake el centro neurálgico de Back to black. La música, por sí misma, no parece importar tanto.

Los biopics acostumbran a fracasar si no logran dar con un elemento de la vida de su criatura ilustre que vertebre la narración. Si se limitan a resumir una página de Wikipedia, y aglutinan mecánicamente retóricas como el progreso individual o el ascenso-caída. No es lo que hace Back to black por suerte, aunque persistan inercias en la proliferación de frases motivacionales o montajes acelerados para describir rachas de éxitos. Back to black sí tiene ese elemento central, en efecto. Lo que no significa que sea el adecuado, o el que pueda ser justo con Amy Winehouse. El personaje de Abela asegura que adora el jazz, que no quiere ser una Spice Girl y que renegará del estrellato si esto no encaja con la música que le inspira, pero solo son chispazos sin discurso en medio de una narración que tiene las prioridades muy claras, y desde luego no pasan por ahí.

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Así que Back to black es una recreación lineal de los encuentros y desencuentros de Amy y Blake, intoxicada progresivamente por las drogas y el alcohol. El guion en ese sentido es bastante rutinario, cuando no vulgar —la forma en que Blake decide volver con Amy tras el bombazo del segundo álbum—, si bien puede beneficiarse de las recompensas dramáticas de tener el foco tan claro, hasta el punto de fortalecer ocasionalmente la artillería musical. Cuando irrumpe el número de Back to black, por ejemplo, Taylor-Johnson y Greenhalgh recogen los mejores frutos de esta visión de las cosas —según la cual, tal y como se vio en Nowhere Boy, son los giros vitales impactantes los que moldean la música—, y desarrollan una ejemplar disección del gran clásico de Amy entre la ruptura amorosa, la pérdida de un ser querido y la deshumanización a la que aboca la fama.

Pero el problema persiste, ¿era lo oportuno? ¿Es así como deberíamos ver a Amy a 13 años de su muerte, como una mujer definida exclusivamente por el amor y las adicciones? ¿Dónde está, en Back to black, la artista que combinaba un talento legendario con la erudición, y que con su sorprendente ascenso en la industria allanaría el camino a otras mujeres cantautoras de afinidades estéticas más allá del mainstream? Lo terrible de Back to black no es tanto que la música le importe un bledo —y que, justo por eso, no haya arrebato fangirl cuando Bennett entrega el Grammy—, como que al apartarla de su balanza engrosa una narrativa previa que no solo beneficia al padre, sino a todo el sistema mediático de abusos que aceleró el sufrimiento de Winehouse. ¿De qué sirve que los paparazzi sean vislumbrados unívocamente como monstruos, si a la película de Taylor-Johnson le interesan las mismas cosas que movieron a los paparazzi en primer lugar?

Back to black, en fin, se limita a continuar una dinámica de explotación que encuentra nuevos espacios de regodeo gracias a las particularidades del cine, entre la fetichización del sufrimiento y la tormenta de recursos sobados para expandirla. Su andamiaje diluye esa genealogía musical autónoma y ese hincapié en la red de amistades de Amy que sí marcaban el documental de Kapadia, delimitado por un compendio de entidades siniestras que no dejan de buscar nuevas formas de legitimar la voracidad dentro de la economía de la atención. Así como de garantizar que el destino de Amy Winehouse, su inmolación bajo el morbo y el tabloide, pueda volver a repetirse indefinidamente.

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