El sindiós de una ambición
Theodoros
Mircea Cartarescu
Editorial Impedimenta (2024)
"Fuiste coronado rey, como había sido tu deseo desde la infancia, pero eras el hombre más solo sobre la faz de la tierra, vilipendiado por tus semejantes y por nosotros, los inmortales". Los seres sin tiempo son los siete arcángeles, liderados por Miguel. En segunda persona, porque dirigen su tú al protagonista, narran la loca y desmesurada ambición de un niño con la mente doblegada por el comienzo de todos los cuentos que le leía su madre, una sirvienta de origen griego en una remota zona de Rumanía: "Érase una vez un rey". El principio de un sueño y el alpiste para su alma torcida y su pacto con el Adversario. "La fe viene de Dios; la voluntad, del Diablo", sostienen las criaturas celestiales. La huida hacia el infierno de Dante.
Mircea Cartarescu nos desvela enseguida el desenlace. Después de trece años asentado en el trono etíope, el día de Pascua de 1868, los británicos, que lo apuntalaron en el trono y luego lo combatieron, "te encontrarán desplomado en el piso, con el cañón de la pistola todavía en la boca y los sexos extendidos por la mesa roja, el suelo y las paredes". Crueldad explícita. Suicidado con una pistola que le había regalado la reina Victoria, ahora enemiga declarada del "impostor". El autor no regatea lo escabroso para engastar el proceso de una avidez sin bridas.
"El frío de la pila bautismal que congeló tu corazón". El helor llegó el cuatro de febrero de 1818. El primer día en la vida de "un don nadie y un nada de nacimiento": Tudor Theodoros Tewodros, los tres nombres de la criatura —y de las tres partes de la novela, cada una con once capítulos—. Después de maltratar al hijo de los amos de sus padres, a los doce años lo llevan a Bucarest, ciudad de unos treinta mil habitantes y que le pareció "el lugar más triste de la faz de la tierra". Al poco tiempo la diezmaría la peste. Su primer trabajo fue como encendedor de narguiles. Y ahí arrancó su historial como delincuente sin límites ni fronteras. Salteador de bosques y bandolero en Rumanía, pirata en el Egeo y asesino en todas partes. "Tu corazón tenía tres cámaras y todas se oponían a una vida tranquila". Durante sus abordajes marítimos, conoció a otro bucanero, Joshua Abraham Norton, nacido el mismo día que Theodoros, en Deptford, Inglaterra. Quizá la fecha propició el delirio. Porque este personaje real, se transformó de filibustero en comerciante de arroz arruinado por sus malos cálculos especulativos. Recluido en una pensión para ancianos y personas depauperadas en San Francisco, se proclamó "Emperador de estos Estados Unidos", en 1959. Una historia auténtica de desvarío. Norton I fue el emperador más pobre de todos los tiempos en una república dirigida, entonces, por James Buchanan Jr.
Cuatro años antes, en Etiopía, Theodoros consuma su quimera enraizada en La Odisea, que le había relatado su madre, y en su empeño de ser como Alejandro Magno. "Sigo mi propio camino, que me llevará a ser rey o a la muerte". Las dos cosas, sin disyuntiva. Emula a Napoleón. Cuando lo iba a investir un obispo, él toma la corona y la posa sobre su cabeza. Entronizado como Tewodros II. Susituye a Yohannis III, de la estirpe del rey Salomón, pero obligado a huir tras declararlo anatema en el "cristiano país de Etiopía". Aunque no estamos ante una novela histórica, sí existen concomitancias con hechos ciertos. En 1855, Lij Kassa derrota a los jefes militares de las distintas zonas de Abisinia, las actuales Etiopía y Eritrea. Accede al trono como Teodoro II. El ficticio y el real repiten nombre y se encumbran en el imperio anegados por la sangre de sus víctimas.
La muerte de su esposa exacerba la criminalidad de Tewodros. "Paloma había colmado tu curtido corazón, que no había encontrado el amor en ninguna parte, y su muerte te convirtió en un monstruo". La desaparición de ese paréntesis de espejismo y disimulada calma, lo sumerge en una violencia exponencial. Ya solo le queda buscar su gloria, aunque la empale la calamidad que su mente extraviada provoca. Como el Herodes bíblico, ordena una matanza de niños porque contribuyeron a ocultar el paradero de una mujer perseguida por el tirano. Ingenia las torturas más encarnizadas para sus enemigos. Maltrata y golpea con saña a las atemorizadas mujeres con las que se aparea como animal indeseable. "Te entregaste, siendo emperador, a todos los excesos que la mente humana cabalgada por el Diablo pueda imaginar, e incluso más, pues ni siquiera a Satán se le hubieran pasado por la cabeza". Se hunde cuando se asienta en la cumbre. Lucha contra el hastío del mal con un cóctel de drogas, "anonadado por la nada" de un reino devastado por su brutalidad.
La compleja Theodoros de Cartarescu concita diversas influencias implícitas. El Aleph, de Borges, Salambó, de Flaubert, los cantos de Dante… Circulan por esta novela los amores del rey Salomón y la reina de Saba, detallados con tanta delicadeza que, por instantes, mitiga la mucha atrocidad. Y también nos adentra en la Biblia, no solo mediante la naturaleza celestial de sus narradores, sino, también, a través de las múltiples citas en algunos pasajes. La vanidad como impulso imaginario y exclusivo que conduce a un fracaso seguro, aunque se postergue. "Vanidad de vanidades, todo es vanidad". Frase reiterada para reflejar la inutilidad de solo conquistar el mundo, un sueño enloquecido en este caso, para perder la esencia. Imposible cercar la ambición de Theodoros, su vesania sin límites, porque pretende escalar hasta el cielo por peldaños que sus pies destruyen. "Lo he sido todo y nada ha merecido la pena", frase del emperador romano Séptimo Severo. La rescata el escritor rumano para definir el vacío de tener y no ser. Pretende encontrar su identidad en otra épica, el Arca Perdida. La busca en iglesias remotas y rupestres excavadas en roca ortodoxa etíope. Confía en hallar el amor perdido por imposible. Como el perdón. "Aman más aquellos a quienes más se perdona".
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El autor de Solenoide y la trilogía Cegador conoce que lo determinan las ingentes expectativas que provocan sus obras. Lo sabe. Por eso concluye este texto con un sorprendente Juicio Final. Lo prevé para el cuatro de febrero de 2041, cuando, de perdurar, Theodoros habría cumplido doscientos veintitrés años. Emperador de tanto desastre, todos le señalarían el camino de los infiernos. Pero Cartarescu no lo sentencia. Porque el Juicio Final no se asemeja a un juicio, sino a la lectura de la vida. Dios es el gran lector de cuanto escriben los actos individuales y redactan sus arcángeles. "Únicamente en la piel humana se escriben los libros verdaderos". Cada persona, un relato. Transparente y definidor, aunque no se adivinen sus confines: "nadie puede escapar del cristal de su propia vida". La balanza que resta el peso de la vanidad vana. La desnudez ante la propia conciencia. Nadie escapa a ese tribunal que examina y contempla sin contemplaciones.
* Prudencio Medel es periodista.