Los diablos azules
El tiempo que nos mira
La editorial Drácena publica Para parar las aguas del olvido, el libro de memorias del escritor asturiano-mexicano Paco Ignacio Taibo.Paco Ignacio Taibo
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Conocí a José Ignacio Taibo I al principio de los años noventa con motivos de unas lecturas de poesía organizadas en la ciudad de México por el Centro Cultural Español. Una mañana, durante el desayuno en el hotel, fue muy comentado entre los amigos un artículo de Taibo que acababa de aparecer en el periódico El Universal. La tesis del insigne escritor asturiano, con residencia en México desde 1959, se reducía a afirmar que el único poeta español de interés se llamaba Ángel González y que, por desgracia, no estaba presente en esas lecturas.
No sé si Paco Ignacio sabía que poco después iba a ser invitado a comer en la embajada de España con los poetas visitantes. A mí me divirtió mucho la irónica prevención con la que se sentó en la mesa. Si habíamos leído el artículo, era más que posible que alguna sensibilidad lírica estuviese herida. Yo me las arreglé para confesarle enseguida mi complicidad y mi devoción por Ángel González, su amigo de infancia y su compañero en tantas aventuras. Lo mejor de la comida diplomática fue para mí la oportunidad de verlo reírse de todo a cuenta del artículo: de él, de la amistad, de las imprudencias, de las coyunturas difíciles y del aspecto remilgado de algún poeta. Paco Ignacio Taibo I sonreía con los ojos gracias a un brillo puntiagudo y vital que tenía mucho de celebración de la inteligencia.
Yo conocía a través de Ángel la personalidad de Taibo I, sabía muy bien con quién estaba hablando. No había leído aún la novela Juan M. N. que publicó en 1955, antes de marchar a México, en las ediciones Corinto de Manuel Lombardero. Pero había disfrutado de otras lecturas que fijaban la unión valiosa de su personalidad humana y su literatura. La novela Fuga, hierro y fuego (1979) mezclaba con una energía irónica la vida de un convento de monjas del siglo XVIII con los riesgos literarios de un novelista del siglo XX. El asombro de ver aterrizar a una bandada de ángeles sobre una ciudad abría camino entre risas y advertencias al reconocimiento de las luchas frente a la injusticia y el valor de la dignidad humana.
Había leído también El juglar y la cama (1967), un espectáculo teatral en siete historias dedicado a León Felipe, “maestro de este juglar mío”. El juglar pide una cama para demostrar la fuerza del amor y lo que acaba apareciendo en esa cama al final de la obra es la imagen del “autor sentado en pijama, escribiendo en una máquina portátil. ¡Qué vergüenza! ¡Señoras y señores: esta sí que es una manera deshonesta de usar la cama!”. El humor como estrategia de defensa, fruto de sabiduría y afirmación de humanidad, saltaba de la personalidad de Paco Ignacio Taibo I a sus libros.
Sabía también que Taibo I era amigo de poetas y que había convertido su casa en una embajada familiar para exiliados y viajeros españoles. Andando el tiempo publicó en la Semana Negra de Gijón una antología de la poesía del exilio español, Con el mar por medio (2003), para establecer puentes entre los jóvenes de la democracia y los autores obligados a abandonar el país después de la derrota de la República. A muchos de ellos los había sentado en su mesa, junto a Luis Buñuel, para disfrutar de la cocina hospitalaria de Mari Carmen Mahojo, su mujer, quizá la única persona que he visto rivalizar con Taibo I en el arte de sonreír con los ojos y de llenar de inteligencia viva el humor cotidiano.
Su cercanía a los poetas cobró un valor especial en Con el mar por medio. El lector pudo encontrar en sus páginas retratos personales trazados con una mano ágil y penetrante. De León Felipe, escribe: “Su tertulia, en la que muchos fuimos a caer, se instaló en el café Sorrento de la Ciudad de México, en donde su impresionante aspecto, boina negra, chamarra de pastor zamorano, bastón de nudos y gafas de concha, lo hacían inconfundible. León Felipe llevaba por dentro una mezcla de generosidad y de candor; y por fuera un talento dado a la controversia e, incluso, a la bronca airada”. Así recuerda a Pedro Garfias: “Personaje estupendo, bien podía una noche de desconsuelo mascullar sus propios versos sin dar a este hecho gran importancia, sino como quien se recuerda a sí mismo. Yo lo conocí en la barra del restaurante El hórreo frente a esa alameda que pintó Diego Rivera en un mural lleno de color y de gracia, pero que tiene el gran defecto de no haber incluido entre sus múltiples personajes a Pedro Garfias; acaso porque Diego pintaba los murales de día y Garfias era un noctámbulo pertinaz”.
La agilidad del periodista, la penetración profunda en los personajes y la necesidad de unir la cultura a la propia vida convierten con frecuencia la imaginación literaria de Paco Ignacio Taibo I en un ejercicio de memoria. La manera de ser de cada individuo se sitúa en un lugar de la historia colectiva. Por eso es inevitable que el buen humor conviva con la melancolía ante el tiempo que pasa, el tiempo que nos hace y nos deshace. Al escribir de Luis Rius se nota de forma inevitable esta convivencia con la pérdida: “Atendió con cuidado y esmero a cada palabra de los poetas grandes. Le amamos tanto que aún cargamos con su pérdida. No es fácil olvidarlo ni separarlo de nuestras vidas”.
Paco Ignacio Taibo I fue reconocido como periodista cultural en México. Fue reconocido también como autor de novela, Siempre Dolores (1984), Pálidas banderas (1989), Flor de tontería (1997), y como autor de teatro, La quinta parte de un arcángel (1967) y Morir del todo (1983). Alcanzaron mucho éxito, además, sus ensayos sobre cine, Historia popular del cine (1996), La risa loca. Enciclopedia del cine cómico (2005), y sobre sus pasiones gastronómicas, Breviario de la fabada (1981) y El libro de todos los moles (2003). Pero cuando yo lo conocí en la embajada de España la estrella de su creatividad era El Gato Culto, la viñeta diaria firmada por PIT en El Universal. Un gato dibujado con sencillez siempre encontraba las palabras precisas para opinar sobre la vida, la cultura, los acontecimientos de actualidad y la condición humana.
Me interesa recordar aquí dos frases de El Gato Culto que tienen que ver con el recuerdo. La primera: “Todo tiempo pasado es tiempo perdido”. La segunda: “Si yo recordara todo lo que olvidé, me moriría de arrepentimiento”.
Las cosas sencillas son con frecuencia cargas de profundidad. Jugar con el tiempo que se pierde supone no sólo navegar entre el tiempo inútil, sino tomar conciencia de una pérdida más grave, el paso irremediable de la vida, para decidir después qué actitud debe adoptarse ante el pasado, tal vez la nostalgia paralizadora, tal vez el compromiso con el presente, tal vez el reconocimiento de que nuestras experiencias del ayer están como un sedimento en nuestra forma de vivir la palabra hoy. Por otra parte, arrepentirse al recordar lo que se había olvidado invita a asumir la culpa de los errores pasados, pero al mismo tiempo obliga a comprender la gravedad del olvido, no sólo porque la pérdida de memoria es prueba de la fragilidad irrefutable de la vida, sino por la dimensión negativa que supone abandonar ciertos recuerdos. El diálogo con el tiempo resulta siempre para un escritor uno de los campos más profundos de debate ético.
Esta es la perspectiva en la que nos sitúa un libro de memorias como Para parar las aguas del olvido, uno de los acercamientos más personales que conozco a lo que significó la vida de guerra y la inmediata posguerra en la educación sentimental de un tiempo histórico difícil: la infancia y la adolescencia de los derrotados. Paco Ignacio Taibo I define mejor que nadie su libro cuando comenta el sentido de lo que está escribiendo con Ángel González: “Es un libro para quejarme de aquellos años, para dar compasión a los jóvenes que me lean, para sacudirme monstruos y quitarlos de encima. Es un libro para parar las aguas del olvido y para que no vuelvan a inundarnos aquellas otras aguas del terror y de las fórmulas cerradas y vengativas”.
Es un libro, me atrevo a añadir yo, en el que se cuenta sin patetismo un momento muy doloroso de la historia de España. El patetismo tuvo muy poco que ver con el carácter de su autor, que prefirió siempre contar la realidad con ironía e imaginación creativa, dos caminos que permiten también llegar a la emoción. Creo que la posibilidad de salvar el patetismo en una historia extrema de amenazas, violencias y represiones se debe al contrapeso de la camaradería, los sentimientos de vinculación y dignidad compartida que pueden llegar a establecerse en un grupo de víctimas. Decía El Gato Culto que vivir es meterse en un lío y que tú y yo no son dos palabras, sino toda una novela. A la hora de definirnos cabe toda la novela de la historia en la palabra yo, o tú… o nosotros. Bajo el título cervantino de Para parar las aguas del olvido, Taibo I nos cuenta la novela del nosotros protagonizada por cinco amigos que se enfrentaron entre la infancia y la adolescencia a la dureza de una ciudad republicana tomada por el fascismo en 1936.
Después de empezar a educarse en la Asturias progresista que creyó en la justicia social y en el valor de la educación y la cultura, este grupo de amigos se vio de golpe (de golpe de Estado) en una realidad muy diferente, marcada por la violencia, el clasismo de los vencedores y la barbarie. Las estrategias que encontraron de forma conjunta para defenderse de este asalto dieron como resultado los vínculos necesarios no para evitar el testimonio del dolor, pero sí para salvarse del patetismo. No se trata de caer en la ingenuidad, porque un optimista es un pesimista sin experiencia. Lo que ocurre es que, incluso en la tragedia, hay valores en la vida que merecen ser evocados con melancolía y agradecimiento. La vida sólo merece la pena cuando uno descubre estos valores.
La familia Taibo-Lavilla estaba muy marcada en el paisaje político de la época, sobre todo por la personalidad del tío Ignacio Lavilla, pintor, periodista y persona clave en la redacción del diario Avance, una de las grandes referencias del socialismo español. Después del fracaso de la Revolución de Asturias, la familia debió exiliarse a Bélgica y estuvo fuera de España hasta el triunfo del Frente Popular en 1936. Iniciada la guerra y con Oviedo en manos de los golpistas, el padre Taibo se sumó al ejército republicano y el tío Lavilla tuvo que esconderse. Cuando se produjo la derrota, el padre fue un segundo escondido. Tener familiares rojos ocultos en casa era un secreto grave. Cualquier comentario imprudente en la calle podía costarle la vida al perseguido; y la falta de cuidado al llamar a una puerta se convertía de inmediato en un susto de muerte para los que siempre estaban temiendo la llegada del ejército vencedor o de la policía.
El secreto forma la intimidad de los individuos. Y en tiempos difíciles, cuando se comparte ese secreto, resultan muy consolidados los vínculos profundos que hay en la palabra nosotros. Se aprende a llamar a la puerta con amor, respetando la contraseña, y la complicidad de los nudillos representa toda una conciencia del lugar en el que se vive, de la historia que se soporta y de las alianzas necesarias para sobrevivir. Por eso detrás de todas las desgracias, las cárceles y las ejecuciones, se afirma la lealtad humana como forma de resistencia. Lo escribió el autor al recordar lo sucedido en 1934: “A los diez años mi familia fue zarandeada por la Revolución del Octubre y yo aprendí algo que más adelante me serviría para defenderme; que ninguna derrota es la derrota”. También lo señaló Ángel González en el prólogo a la primera edición de Para parar las aguas del olvido: “Pese a todas las limitaciones —enormes— que se derivan de esas circunstancias, aprendimos muchas cosas importantes; decir no (en voz baja, por supuesto, pero con inquebrantable terquedad); a no darnos nunca por vencidos a pesar de sabernos derrotados; a arrancar ilusiones de la desesperanza…”.
El autor de este libro es uno de los mejores ejemplos de que no hace falta engañarse y caer en la ingenuidad para seguir manteniendo un vitalismo enérgico en las convicciones y en la manera de comportarse más allá de las esperanzas inocentes. Cuando compuso este libro, con 54 años de edad y después de casi 20 años viviendo en México, volvió a Asturias sin engañarse sobre la dureza de lo ocurrido, pero con la necesidad melancólica de dar testimonio de un tiempo en el que la amistad iluminó una y otra vez el lado decente de la vida.
Las escenas duras de la vida cotidiana son aquí fáciles de comprender en su intensa gravedad. Basta con pensar en los familiares escondidos o encarcelados, en los hermanos ejecutados, en las madres castigadas, en la desorientación de unos niños educados al margen de los sentimientos religiosos cuando se vieron forzados a ponerse de rodillas para confesarse y comulgar, o en la tensión de unos adolescentes obligados a aplaudir cuando Franco aparecía en la pantalla del cine y condenados a aprender los laberintos del deseo y la sexualidad en Vetusta la casta. La vida se convirtió en un asunto lleno de aristas y falto de alimentos apetecibles. Si llamar a una puerta se cargaba de significado, conseguir una fabada podía ser un verdadero acontecimiento histórico.
El lado bueno de la vida, por su parte, se configuró en el entorno del Parque de San Francisco, en la Librería Cervantes, en algunos rincones de la ciudad y, sobre todo, en un mundo familiar de mujeres que se vieron obligadas a soportar el peso del país sobre sus hombros. Las mujeres fueron una escuela imprescindible de amor, entrega, audacia y lealtad. Y en ese mundo surgió de forma natural el operativo de la imaginación que necesitaban los adolescentes para refugiarse de los tiempos amargos. Dos de ellos se convirtieron en compañías decisivas en el mundo de Paco Ignacio Taibo I: el cine y la literatura.
Las películas protagonizadas por Ken Maynard permitieron al grupo alejarse de la represión cotidiana y viajar a las praderas del lejano Oeste. Al cine de los domingos acudían los jóvenes rebeldes, los vencidos y depurados, las parejas de novios que iban a tocarse la mano, “toda una espesa humanidad con olor a cebolla y aceite sin refinar, vestida con trajes a los que le habían dado la vuelta”, para cabalgar en libertad sobre el caballo blanco de Ken Maynard.
Y, sobre todo, la literatura: los libros compartidos, la novela rusa, los poemas vanguardistas, la revista Carmen, las palabras sonoras de Rubén Darío, la humanidad ética de don Antonio Machado, la seriedad enlutada de Unamuno, las discusiones sobre Juan Ramón Jiménez y su burro Platero y las metáforas de García Lorca a través de romances y canciones. También la desilusión viva al enterarse del derechismo de Gerardo Diego. El autor de una poesía audaz y de una antología decisiva para el conocimiento de la generación del 27 podía dedicarle poemas de elogio a los militares fascistas. La vida da todo tipo de sorpresas, y la literatura intenta recrearlas a través de la imaginación. El modo natural, libre y sorprendente con el que desfilan los escritores en este libro (se convierten en personajes, aparecen, hablan, son castigados o perdonados), da cuenta de la importancia que tuvo la literatura a la hora de hacer habitable un mundo roto. Los libros y los escritores leídos son compañeros de fatigas.
Así fue componiéndose el nosotros, cada cual con su manera de ser y su destino. Pero los vínculos existen hasta el punto de que definir a uno de ellos supone poner en marcha la enredadera de todos los demás. ¿Cómo era Ángel González? Pues: “Ángel era por entonces un muchacho de rostro redondo, con una mancha de color café con leche en la frente y un caminar un poco a saltos, como si danzara o pisara sobre un colchón. Era más callado que yo y menos pintoresco que Benigno, tan apacible como Amaro y menos sarcástico que Manolo”.
Las complicidades de la amistad forman parte decisiva de las estrategias de resistencia porque permiten, al igual que los libros, un nuevo significado para la identidad y para los sentimientos de pertenencia. El desarraigo no sólo se produce cuando alguien experimenta un exilio geográfico. Los derrotados en una guerra civil, después de que la barbarie y la muerte cruzan de un modo implacable por sus vidas, soportan también una quiebra de su identidad y de su pertenencia a un lugar. Las injusticias invitan a sentir la ajenidad y el vacío de un espacio que se queda sin vínculos naturales. Resulta imprescindible buscar otros vínculos, otra oportunidad para la pertenencia. De ahí que la amistad y la literatura se conviertan en las grandes protagonistas de Para parar las aguas del olvido.
Paco Ignacio Taibo I elige su perspectiva para contar el pasado, construye la historia y deja que la imaginación salte la barda y mueva con libertad recuerdos, escena, personajes, lugares, para dibujar el estado de ánimo de la memoria, es decir, del presente en su diálogo con el pasado. Sabemos bien que el futuro suele decepcionarnos cuando llega con sus realidades. Pierde mucho si lo comparamos con las ilusiones antiguas. Una ciudad, un país imaginado en la adolescencia, un territorio utópico, casi siempre desdibujan parte de su valor cuando lo tenemos delante de los ojos. Los paraísos sólo existen en la lejanía. ¿Pero qué ocurre con el pasado que se recuerda? ¿Cómo se viaja al ayer?
La memoria es un territorio movedizo que borra y selecciona con flexibilidad los recuerdos en su negociación con el presente. El autor lo advierte de diversos modos, se las arregla para darle su papel al ensueño, la imaginación y el olvido. El momento más claro en esta voluntad de advertencia tiene que ver con un recuerdo insistente: el niño vio a un minero negro entrando en Oviedo, durante los días de la Revolución, casi a la cabeza de una patrulla. Inolvidable el cinturón de cartuchos de dinamita en su cintura. Pero ocurre que Paco Ignacio Taibo II, autor de un libro indispensable sobre la Revolución de Asturias, ha examinado miles de nóminas de pozos de carbón sin encontrar a ningún minero negro: “Papá, tienes que estar equivocado”. La respuesta del dueño de la memoria es inevitable: “Pero yo lo recuerdo… Lo veo muy bien, muy alto, muy seguro, caminando por la calle, rodeado de otros muchos mineros. Y contra mi recuerdo se alza la historia”.
Mi memoria recrea con facilidad una conversación parecida, como si yo estuviese allí, tal vez alguna noche de verano durante la Semana Negra de Gijón, tal vez en alguna sobremesa en México, disfrutando de la legendaria hospitalidad de Mari Carmen Mahojo. La tribu de los Taibo ha heredado la complicidad, el humor inteligente de Taibo I, y es un gusto mezclarse en las conversaciones cruzadas de sus hijos y sus nietos. En un momento determinado llega a dar igual la exactitud del dato, porque hay en juego otro tipo de acercamiento a la verdad: la voluntad de ser a la vez alegres y justos.
Bueno, la memoria es un género de ficción, ya se sabe. Pero se trata de un medio muy valioso para el conocimiento. Minero de más o de menos, anécdotas recreadas de una manera o de otra según los recuerdos de Benigno, Amaro, Ángel, Manolo o Paco Ignacio, el lector de Para parar las aguas del olvido encuentra un testimonio imprescindible de cómo se vivió con dignidad un tiempo marcado por la guerra y la dictadura. El poder literario nos hace vivir unas fechas por dentro. Y es verdad: ninguna derrota es la derrota.
*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroUn lector llamado Federico García Lorca(Taurus, 2016).