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El panteón de la cultura LGTBI

Frida Kahlo y 'La novia de Frankenstein', retratadas por Roberta Marrero.

¿Qué tienen en común David Bowie, Federico García Lorca, Grace Jones, Marlene Dietrich, Virginia Woolf, Annie Lennox, Paloma Chamorro o Rocío Jurado? Todos esos nombres han sido a menudo un puerto seguro para quienes crecían sabiendo que no eran como los demás: que les gustaba quien no les tenía que gustar, que ese género con el que insistían en identificarles no era el suyo, que la idea de masculinidad o de feminidad les constreñía. Aquellos que luego se sabrían parte de una comunidad oprimida y rebelde. Ahí estaba Roberta Marrero, artista, escritora y también mujer trans. Esos nombres son algunos de sus referentes, atesorados como estampitas de santos a lo largo de una vida y reunidos ahora en We can be heroes. Una celebración de la cultura LGTBQ+ (editado por Lunwerg). Es algo más que un libro. Es una colección de victorias. 

 

El filósofo Paul B. Preciado habla en su prólogo de un archivo que "funciona como un libro de santos profanos y malditos, a los que los parias del régimen sexo-género vamos en peregrinación como otros van a Lourdes". Marrero construye, apunta, "su propio panteón de los milagros disidentes". ¿Cuáles son esos milagros? Por ejemplo, David Bowie cantando "Starman" en el programa familiar británico Top of the Pops con toda su sombra de ojos y toda su ambigüedad. O Bibi Andersen, luego Bibiana Fernández, en la TVE de 1980. O la figura de Ocaña, artista y performer, desfilando por las Ramblas ante la cámara de Ventura Pons. O Tim Curry haciendo del doctor Frank-n-Furter con sus medias de rejilla y su exhortación a la libertad en The Rocky Horror Picture Show. O la devoción a Marlene Dietrich, "el hombre mejor vestido de Hollywood", como le denominaba la prensa de los años treinta. O la androginia orgullosa de Grace Jones

"La cultura popular me salvó literalmente la vida en 1983, cuando vi a Boy George por primera vez en la tele", cuenta Marrero en el libro. "Descubrí de pronto que el mundo no era en blanco y negro. Era posible crearse una identidad y una autoestima a través de la cultura, entendiéndose por cultura desde las salas de los museos a las canciones pop". Cuando lo posible era un campo estrechísimo, un páramo para los niños y adolescentes LGTBI, estos héroes de la disidencia eran más que un soplo de aire fresco. Su existencia confirmaba la existencia propia: si el escritor Quentin Crisp existe, si existen la drag queen Divine o el músico homosexual Marc Almond, podía existir Roberta Marrero y tantos, tantos otros. "Me abrieron los ojos a una realidad que era bien distinta a la mía, me abrazaban desde su diferencia, eran como 'la resistencia' para todos aquellos niños y niñas que no teníamos a donde ir a nivel emocional; eran nuestro hogar", escribe.

 

David Bowie por Roberta Marrero. / LUNWERG

Marrero viaja por los setenta, ochenta y noventa hablando con amor y gratitud de los artistas que le permitieron conocerse y conocer el mundo, y a la vez va desgranando su vida. Nombra a Lorca como símbolo de la represión fascista y habla del gris del posfranquismo. Habla de la existencia armarizada de Elton John o George Michael para hablar de la crueldad de una sociedad que esperaba que lo diferente permaneciera oculto. De la muerte de Rock Hudson para narrar el duro golpe del sida. Y viaja hasta Joan Crawford, Virginia Woolf o Arthur Rimbaud para señalar la larga estirpe de lo queer. Todos caben, del drag a lo que se considera alta literatura: "Me gusta la alta cultura y la baja cultura, muy entrecomilladas", reivindica, "porque para mí solo existe la cultura: no existe la cultura mainstream, no existe la cultura underground, y lo demás son etiquetas bastante clasistas".

El concepto de cultura LGTBI, o de cultura queer, va, sin embargo, más allá de si quienes la producen forman parte o no del colectivo. Figuras como Judy Garland, Alaska o Lola Flores están dentro del canon queer aunque no salieran en ningún momento del armario. Marrero cuenta cómo, de pequeña, oyó a su madre decir: "A los mariquitas les gustan mucho las artistas de antes". "Obviamente ahora sé que se refería al gusto homosexual por lo camp, el viejo Hollywood o, en el caso de España, artistas de la copla o actrices como Sara Montiel, pero esa frase, 'A los mariquitas les gustan mucho las artistas de antes', sonó como una piedra de Rosetta a mis oídos, un lenguaje cifrado que necesitaba descifrar". Mucho más tarde, descubriría que himnos como "Punto de partida", de Rocío Jurado, "Qué sabe nadie", de Raphael, o "A quién le importa", de Alaska y Dinarama, eran mucho más queer que quienes los cantabanqueer

"Siento que cambio todo el tiempo"

"Siento que cambio todo el tiempo"

 

Marlene Dietrich por Roberta Marrero. / LUNWERG

La filósofa Susan Sontag definió lo camp como "el amor a lo no natural: al artificio y la exageración", a lo que atribuía propiedades casi esotéricas: "tiene algo de código privado, de símbolo de identidad incluso, entre pequeños círculos urbanos". En lo camp está lo drag, las estampas religiosas, las divas, el amor por los macroespectáculos pop. Pero Marrero advierte: "Lo queer es más una postura política que una postura estética". "Hay tantas estéticas queer como culturas queer", cuenta desde Bourges, en Francia, donde inaugura una exposición, "eso es lo bueno, que pretende dejar un campo amplio para la interpretación. Es decir, yo me considero queer y me gusta la estética y la cultura camp, pero a otra persona que se considere queer no le gusta y le gusta más, yo qué sé, el barroco". Se detiene un segundo y añade, entre risas: "Que también era bastante camp, ahora que lo pienso".

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