El odio de clase es para el verano

Con las primeras calores de este verano sin vacaciones, leí la entrevista que Álex Vicente le hacía a Annie Ernaux en El País Semanal. Pregunta: «A los 20 años, escribió en su diario íntimo una frase de Rimbaud: “Soy de raza inferior para toda la eternidad”». Respuesta: «Así es. La contrapuse a otra de mi cosecha: “Voy a vengar a mi raza”. Es la frase que recordé al recibir el Nobel».

Llegó julio y, con él, el consabido desfile de pareos y chancletas ajenas: un batallón de las gentes más finas de la cultura (marca registrada) había pospuesto sus monsergas sobre la precariedad y la meritocracia para subirse a un velero. Comentando el cuadro con unos amigos, recordé que cuando llegué a Madrid (me habían admitido en un máster que –según me enteré después– era muy prestigioso, elitista y de pitiminí) la gente me preguntaba en qué colegio había estudiado. El pedigrí del Estudio, el brillo de los liceos, el rancio abolengo del Pilar. Era la versión burguesa del «niño, y tú, ¿de quién eres?» con el que te fichaban las viejas del pueblo. Todo el mundo que pintaba algo se conocía del cole, mira por dónde, ya es casualidad.

Uno nace donde le toca, pero luego debe escoger qué hace con ello. Pegado al ventilador y abanicándome con los culturales, leí que Jonás Trueba volvía al candelero. Gran cinéfilo como soy (¿los Minions?, obra maestra), me resonó la promoción de su ópera prima y sus enternecedoras declaraciones sobre los problemas de su generación. La vivienda, el trabajo, la incertidumbre material, etcétera, etcétera, tralarileró. ¡Caramba! Ojalá don Felipe lo fiche para redactar los párrafos sociales del discurso de Nochebuena. La prensa veraniega nos ha traído otros ejemplos edificantes. En una serie llamada «También fueron becarios», un intrépido periodista nos relataba la historia de ascenso y triunfo (de juguetero a director general) del mismísimo sobrino del dueño de El Corte Inglés. No se ha visto cosa igual desde que que Marta Ortega heredase Zara por su talento sinigual doblando de camisetas.

Todo burguesón con descapotable se ha hecho a sí mismo, no como los empleados a los que maltrata, que son unos vagos complacientes con su propia indigencia

Hay a quien no le basta con hozar en sus privilegios y tiene que disfrazarse de pobre. Del proletario se aprovecha todo, hasta los andares. ¿Contará como parafilia? En otra entrevista, un rico de tres generaciones se hacía pasar por tendero gracias a la divertida circunstancia de que su familia poseía, entre otros negocios, una cadena de confiterías. ¿Jeff Bezos? Un humilde empleado de ultramarinos. Todo burguesón con descapotable se ha hecho a sí mismo, no como los empleados a los que maltrata, que son unos vagos complacientes con su propia indigencia. «Déjame, que tu historia la cuento mejor yo».

Conste: hay gente estupenda que ha caído de pie en este mundo y yo no soy quién para pedirle a nadie que reparta sus riquezas entre los pobres y se conviertan al evangelio, pero vengo perfeccionando una cólera flamígera contra los niños de colegio de pago que me explican las penurias de la vida contemporánea. Hace unos días, un conocido bromeaba sobre lo divertidos que le parecían esos vídeos en los que damnificados por el consumo de estupefacientes venden propiedades de lujo en el barrio de Salamanca a milloncejo el metro cuadrado. Para sorpresa de nadie, el interfecto vivía en un piso sufragado con ayuda de papá y mamá. Me apetecería mucho mandarlo un verano a recoger algodón por el salario mínimo de Zimbabue, pero tristemente no tengo cómo hacerlo. Lo que sí tengo es desprecio. Uno que, si pusiera en palabras, dejaría en chiquitas las maldiciones del Necronomicón.

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