Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Miedo al canalla
“Yo tengo miedo”, nos dijo el miércoles en el Ateneo de Madrid Luis García Montero, con ese tono franco y bondadoso que caracteriza a nuestro poeta. Más allá de las decisiones geoestratégicas que debería tomar el mundo para responder a la invasión de Ucrania, nos amenaza la bota del más grande de los hijoputas. Y eso debería darnos miedo a los demás también.
Hablamos del tipejo que, sabiendo el pánico que Angela Merkel le tiene a los perros, la recibe en una de sus residencias en Rusia con un labrador rondando por la sala. La líder alemana le dijo a la prensa luego que entendía por qué lo hacía: “para demostrar que es un hombre… le preocupa su propia debilidad”. El autócrata que con los tanques preparados para invadir al vecino recibe a Macron y a Scholz a seis metros de distancia tras una mesa imponente —con la excusa del covid— mientras a los ultraderechistas de Brasil, Bielorrusia o Hungría los acerca como signo de amistad. Hablamos del asesino que no muestra el más mínimo escrúpulo al envenenar hasta la muerte a sus opositores, hacerles desaparecer o meterles en la cárcel, mientras favorece a su alrededor a una corte de corruptos billonarios que exhiben sus yates por el Mediterráneo.
Excepto que es un ególatra al que le gusta mostrarse a pecho descubierto como el macho que cabalga, caza, hace yudo o conduce coches de carreras, y que añora los tiempos mitificados de la Unión Soviética, nadie sabe discernir muy bien cuál será el siguiente movimiento de Vladimir Putin. Cuando esta semana hemos visto esa extraña mesa de negociación entre los líderes ucranianos y rusos, conviene escuchar a Alexey Navalny, uno de los más destacados críticos de Putin, encarcelado. Decía Navalny en la revista Time: “Putin lo hace una y otra vez: amenazar con escalar—negociar—retroceder; amenazar con escalar—negociar—retroceder. Al ver esto (…) recuerdo el cuento de O. Henry sobre el ladrón astuto que engaña al tonto del pueblo que se cree muy inteligente”.
Así nos tiene, como los tontos del pueblo: discutiendo si deberíamos o no censurar a Rusia Today o a Sputnik, que no son más que máquinas de propaganda de su régimen detestable
Y así nos tiene, como los tontos del pueblo: discutiendo si deberíamos o no censurar a Rusia Today o a Sputnik, que no son más que máquinas de propaganda de su régimen detestable. O sobre si hay que enviar armas a Ucrania directamente o mejor con escala en Bruselas. O de si deberíamos conceder que Ucrania fuera territorio neutral, como si no tuviera capacidad para decidirlo el país por sí mismo, o como si Putin no nos hubiera dejado claro que en su endiosamiento Ucrania es parte de Rusia.
Quizá la tontería máxima que ha caracterizado al mundo en su condescendencia con el sátrapa ruso la representó George Bush hijo, cuando dijo en 2001: “He mirado al hombre a los ojos. Le vi directo y confiable. Tuvimos un buen diálogo. Fui capaz de acceder a su alma: un hombre profundamente comprometido con su país”. O la admiración que le tiene Donald Trump (al que el ruso ayudó a ganar la Presidencia según decenas de indicios). O la que por supuesto también le profesan los paletos europeos de la extrema derecha, Abascal o Salvini entre ellos.
Hay una medicina radical que toda esa caterva de ultraderechistas nazis, con Putin a la cabeza, aceptarían de buen grado si se tratara de proteger sus delirios nacionalistas y expansivos. Es un remedio violento y controvertido, que las gentes de paz rechazamos siempre como norma general, pero que en algunos casos no desagrada. Antes de que, al cabo de los años, tengamos que arrepentirnos de las fechorías del canalla, alguien podría hacer el trabajo sucio de sacarlo de escena y hundir sus restos en el mar. Se nos iba a quitar el miedo de inmediato.
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