Fallo multiorgánico en la democracia española

Las democracias son sistemas más robustos de lo que parece y perfectamente preparados para gestionar fallos de cualquiera de sus órganos. De hecho, esa capacidad de asumir disfunciones es uno de los rasgos que las caracteriza.

Si alguien considera que un tribunal no ha juzgado con arreglo a derecho, puede recurrir a otro superior. Si el Ejecutivo no actúa conforme a sus funciones, el legislativo puede desde negarse a convalidar un decreto ley hasta interponer una moción de censura, pasando por impedir mayorías para aprobar las leyes, etcétera. Si el legislativo no cumple su cometido de representar a la ciudadanía y deliberar los conflictos, ésta puede optar por otros representantes en la siguiente convocatoria electoral. Si los medios de comunicación mienten y pierden credibilidad, dejan de tener la confianza de la ciudadanía y no pueden complir con su objetivo de articular el debate público y aparecen otros medios u otros espacios que les disputan su cometido. Si los partidos políticos no son creíbles, no agregan los intereses de la sociedad, no son capaces de seleccionar a los mejores para los puestos de responsabilidad pública y no son útiles para solucionar los problemas, surgen formaciones nuevas que lo intentarán por otras vías. Si las organizaciones sindicales, empresariales y sociales no consiguen dar respuesta a las expectativas de quienes dicen representar, pierden capacidad de negociación y acaban en la irrelevancia, siendo sustituídas por otros mecanismos.

Cada uno de estos problemas pueden darse en grados distintos, pero para cada uno de ellos el sistema de contrapesos de las democracias liberales tiene respuestas que permiten gestionarlos. Lo que no está tan claro es qué ocurre cuando dos o más de esos poderes están fallando, cuando el problema no viene tan sólo de uno de los actores fundamentales de la democracia, sino de varios de ellos. Eso es lo que nos tiene, a la hora de escribir estas líneas, conteniendo la respiración ante lo que el Tribunal Constitucional pueda decidir respecto a la posibilidad de que se vote en el Senado la enmienda que cambia su forma de elección, y lo que puede ocurrir después, terreno nunca explorado y que puede desembocar en situaciones realmente graves.

A este momento se llega tras cuatro años de negativa del Partido Popular a cumplir con su deber constitucional de renovar el Consejo General del Poder Judicial. Se han esgrimido todo tipo de excusas: desde la discrepancia con la forma de elección –vigente desde hace décadas y utilizada sin protesta alguna para configurar el actual CGPJ de mayoría conservadora– hasta la cercanía de elecciones autonómicas en Cataluña, pasando por el veto a participar en el acuerdo a los representantes de Podemos. Nada era cierto. En el fondo, el boicot del Partido Popular a la renovación del CGPJ viene motivado porque allí reside buena parte del poder en España, y allí se dirimen asuntos de vital importancia. Tanto, que la derecha, tanto política como judicial, no está dispuesta a que las mayorías emanadas de las últimas elecciones generales se reflejen en la composición del gobierno de los jueces. Es un plante a la más elemental lógica de la democracia representativa.

A este incumplimiento de sus obligaciones por parte del Partido Popular se ha unido la rebelión paralela nada menos que del CGPJ y el TC. El primero, además de ser incapaz de desbloquear la situación, ha incumplido su obligación de proponer magistrados para el Constitucional. El segundo, planteando la posibilidad de convocar un pleno antes de que se votaran las enmiendas de la discordia, ha irrumpido abruptamente en la sede de la soberanía popular.

La derecha, tanto política como judicial, no está dispuesta a que las mayorías emanadas de las últimas generales se reflejen en la composición del gobierno de los jueces. Es un plante a la más elemental lógica de la democracia representativa

Tampoco ha ayudado la técnica escogida por el Gobierno para hacer reformas de calado como la que se plantea con la renovación del Tribunal Constitucional, la derogación del delito de sedición o la reforma del de malversación. Por mucho que se haya hecho siempre, y que lo hagan todos, legislar de esa manera está muy lejos del respeto institucional debido. Si nos escandalizamos en noviembre de 2018 con el mensaje de Cosidó de “tomar el Supremo por la puerta de atrás”, esto no deja de ser legislar asuntos trascendentales por la puerta de atrás también, aunque hay que preguntarse qué opciones tenía el Gobierno una vez bloqueada, como está, la renovación del CGPJ y del TC.

El problema de que la izquierda, acorralada por una parte de la derecha que incumple sus obligaciones constitucionales, actúe de la misma manera que ésta, es que pierde razones para criticar a la otra bancada y apoyos ante su propio electorado, siempre más exigente. Es posible que los dirigentes progresistas piensen, y tendrán razón, que cuando toque llamar a las urnas, la evidencia del comportamiento de los conservadores unirá y movilizará a la izquierda, y así ha sido en otras ocasiones. La mala noticia es que por el camino van quedando dosis de credibilidad política, argamasa en la que se fundamenta la democracia. De ello dan testimonio desde los Eurobarómetros hasta cualquier estudio de opinión mínimamente serio.

En el fondo de todo esto, como están reflejando estos días numerosos análisis, se encuentra la incapacidad de una buena parte de la derecha de entender que las instituciones no son suyas, de asumir que en democracia gobiernan las mayorías parlamentarias sancionadas en las urnas, y de la negativa a cumplir con su papel como pieza esencial del sistema que es la oposición.

Otros análisis inciden en la escalada verbal, en la tensión generada en esa burbuja político—mediática que es el interior de la M-30 madrileña (no confundir con polarización), en la desafección que esto genera para beneplácito de la extrema derecha (no perderse este artículo de Angel Munárriz), y en efecto todo esto está ahí. Pero la base, lo que nos ha traído a esta situación de fallo multiorgánico, es la incapacidad de buena parte de los líderes de la derecha para entender y asumir los principios democráticos. Si el primer día que Sanchez toma posesión le acusas de presidir un Gobierno ilegítimo, lo siguiente es acusarle de golpista, como se está haciendo estos días. ¿Qué será lo próximo?

Cuando lean estas líneas la democracia española estará pasando uno de sus mayores test de estrés: comprobar si es capaz de hacer frente a un fallo multiorgánico. Esperamos que alguien, en algún sitio, esté hablando con alguien, y buscando fórmulas para evitar un desenlace que no sabemos adónde nos puede llevar. 

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