El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Lecciones de las elecciones (II): Somos como éramos
No fueron pocos los periodistas, historiadores y analistas que, cuando se abrieron las urnas en 1977, cuarenta años después de 1936, empezaron a intuir que había cierta continuidad entre una España y otra. Ni guerra civil ni cuarenta años de dictadura habían cambiado de forma significativa la forma de ver el mundo de los españoles en función de dónde y cómo vivían.
Siguiendo la pista que daba hace un tiempo el profesor de sociología José Andrés Torres Mora en esta columna publicada en el diario SUR y El Correo en enero de 2020, se puede comprobar que, en julio de 2023, la fotografía que dejan las urnas no es tan distinta. Torres Mora se hacía eco en su artículo de un tuit del politólogo Ignacio Molina en el que comparaba los resultados de las elecciones de abril de 2019 con los de 1977. Merece la pena observar la imagen.
Si actualizamos los datos añadiendo los resultados del 23J, la conclusión de Molina se mantiene.
Como puede verse, los porcentajes entre la adscripción política de los españoles varían de forma muy pequeña. ¿Es la España de hoy la misma que la del 77? Decir esto sería de un reduccionismo que no superaría ningún análisis, pero el grado de magnitud tan similar de los bloques izquierda / derecha y de los nacionalismos vascos y catalanes da que pensar.
Fijémonos sólo en las elecciones de 1977 y en las de julio de 2023. El bloque de la derecha sumaba en 1977 el 43%; hoy, 45,89%. Si miramos a la izquierda, en 1977 sus votantes suponían el 44,7% y hoy, 44,01%. Los nacionalistas catalanes que en 1977 eran el 4,6% hoy son el 3,89% -en un periodo especialmente traumático tras el Procés- y los nacionalistas vascos que representaban el 2% del voto, hoy el 2,48%.
Los resultados electorales son lo suficientemente flexibles como para que puedan gobernar unos u otros en función del momento, la distribución territorial del voto y las alianzas, como se está pudiendo comprobar en estos días
Algo similar ocurre con la fragmentación del Congreso; es decir, el número de candidaturas que obtienen representación. Tras la pasada legislatura, que batió el récord de 18 candidaturas representadas, el actual Congreso estará conformado por 11, una menos que las que había en las constituyentes del 77. Por un lado, ni Ciudadanos, ni Foro Asturias, ni el Partido Regionalista Cántabro decidieron presentarse. Por otro, Sumar aglutinó las anteriores candidaturas de Podemos, Más País y Compromís. Finalmente, Teruel Existe no consiguió representación. Tres causas distintas que dieron como resultado una vuelta a la fragmentación parlamentaria habitual, no más. Ni asomo de esa amenaza de cantonalismo que se esgrimía hace unos años.
Como puede verse, no puede decirse que seamos iguales, pero nos parecemos bastante. Aunque a menudo se olvida, la estructura electoral acostumbra a ser mucho más persistente que lo que la velocidad del día a día hace pensar. Esto no quiere decir que no haya habido cambios significativos, como es obvio, ni que estemos abocados a ningún determinismo. No hay más que recordar lo que supuso el ciclo de la “nueva política”. Los resultados electorales son lo suficientemente flexibles como para que puedan gobernar unos u otros en función del momento, la distribución territorial del voto y las alianzas, como se está pudiendo comprobar en estos días.
Así las cosas, ¿no sería cuestión de ir asumiendo que punto arriba, punto abajo, España es un país con una división histórica entre progresistas y conservadores, y con dos comunidades autónomas con persistentes tendencias nacionalistas, que han acabado siendo claves para la gobernabilidad? Esta es la estructura básica de la España de finales del siglo XX y principios del XXI y la que las instituciones reflejan. Queda que los actores políticos la asuman también y la gestionen como lo que es, una realidad que existe e insiste.
No parece descabellado pensar que quien más tarde en entender esta realidad, más tardará en gobernar este país.
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