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… Que miente por amor

En toda tragedia los niños duelen más. La inocencia indiscutible de una vida recién estrenada, el absurdo del dolor en ese inicio, su fragilidad, su vulnerabilidad, nuestro instinto de protección… En las heridas colectivas los niños nos duelen más.

Una de las primeras frases que guardo entre mis recuerdos es aquel “no se miente” que te decían los adultos cuando les metías una trola. Sí, tengo delitos de falso testimonio en mi historial infantil, pero estoy tranquila, ya han prescrito.

“No mientas”, “no me estarás mintiendo” o “está muy feo mentir”, frases que resuenan como psicofonías –estas sí, reales– en mi memoria. Y sin embargo, un pecado gravísimo, tan religioso como laico, que rompe todo lazo de confianza, puede ser también una prueba irrefutable de amor.

De todo lo que se ha podido salvar en el fango de la maldita dana que ha arrasado con la vida y la alegría, me he guardado una mentira como un tesoro. Quien reconoce el embuste es un padre y la destinataria del engaño su hija pequeña: “Le hemos dicho que está de acampada con la abuela, para que viva este desastre como una aventura”.

Son días de fango y mierda, dolor y desesperación, pero también de solidaridad y ayuda luminosa

A veces, mentimos a los frágiles, pensamos que no tienen capacidad suficiente para entender, procesar y digerir la tragedia y los preservamos de la realidad. Lo hacemos por protegerlos, para que no sufran, pero también para no agrandar nuestro sufrimiento. El dolor de un ser al que queremos y que depende de nuestro cuidado, añade a nuestra herida un pinchazo insoportable de impotencia.

Hace dos años, escribí aquí mismo sobre Anatoly Stefan, un soldado ucraniano que, cada día, grababa videos en los que aparecía bailando en el campo de batalla y los colgaba en Tik Tok, para que sus hijas y su mujer supieran que seguía vivo. Su prueba de vida, desde el lugar más aterrador, llegaba a su familia disfrazada de alegría, humor y música, una mentira construida con amor.

Son días de fango y mierda, dolor y desesperación, pero también de solidaridad y ayuda luminosa. Estamos otra vez en uno de esos trances en los que sale a la superficie lo más oscuro y lo más brillante de nuestra especie. Mentiras cimentadas sobre el amor, como la de esa peque a la que le han contado que está de acampada para que no le sobrepase el barrizal de angustia, son las únicas admisibles. Las únicas con un fin noble, proteger a quienes dependen de nosotros.

Y es imposible no acordarse una vez más del Guido de Benigni que transformó en un juego divertido la realidad horripilante para que su hijo pequeño no dejara de creer que, a pesar de todo, la vida es bella.

ABRAZO INMENSO, VALENCIA.

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