¿Hacia un alto el fuego en Ucrania? Ruth Ferrero-Turrión

En toda gala de premios el discurso de agradecimiento es un momento importantísimo. Trabajarlo previamente es imprescindible, salvo que tengas unas dotes de improvisación tan extraordinarias, tan fuera de lo común, que seas capaz de articular y expresar lo primero que te venga a la cabeza y el resultado sea un speech brillante en fondo y forma. Pero, reconozcámoslo, eso está al alcance de poquísimas personas…
Desde mi cabeza de profesional considero absolutamente necesario que quien tenga alguna probabilidad por pequeña que sea de ganar un premio, suba al escenario con un buen discurso -en la cabeza o en un soporte- lo más breve posible. Da igual si el tono es divertido o serio, si el mensaje es profundo o ligero, si es reivindicativo o entrañable, lo importante es que logre emocionar. Javier Macipe se curró una milonga y yo aplaudí desde el sofá.
Luego está lo de los agradecimientos personales, a veces, ocupan un lugar excesivamente amplio en el discurso… Claro, desde mi corazón empático, entiendo perfectamente que quien alcanza el sueño improbable de recibir un premio, tenga una incontinencia de emoción tal, que se agradezca encima. Es tan importante quien te ayuda en el camino, quien te acompaña, quien te soporta, quien te quiere durante el durante… ¡Cómo no lo vas a gritar a los cuatro vientos!. Quizás sería bueno inventarse una clave molona para que las personas imprescindibles sepan que estás pensando en ellas, aunque yo diría que quienes lo son siempre lo saben.
Yo vengo a subrayar algo que vengo observando a lo largo de mi vida en todo tipo de entregas de premios nacionales e internacionales: nadie se acuerda de quienes se han portado mal con ellos o ellas, al menos, no en voz alta.
Pero no he venido aquí a criticar discursos aburridos o agradecimientos largos. Ya lo han hecho muchos en estos días, es casi un running gag de cada gala. No, yo vengo a subrayar algo que vengo observando a lo largo de mi vida en todo tipo de entregas de premios nacionales e internacionales: nadie se acuerda de quienes se han portado mal con ellos o ellas, al menos, no en voz alta. Y eso, lo reconozco, me pone muchísimo.
Los caminos hacia el éxito tienen piedras, eso es natural. Pero a veces tienen también verjas oxidadas y hasta electrificadas y eso ya está ahí puesto a mala leche… Eso es cosa de los profesionales de la zancadilla que, en ocasiones, logran que otros se agoten y abandonen. La buena noticia es que no siempre lo consiguen, hay quien alcanza el éxito a pesar de ellos. Y es maravilloso porque cuando eso sucede, de los chungos oxidados no se acuerda ni perri.
Yo no creo en esa señora “Justicia poética”, me parece un ratoncito Pérez para adultos con el que tratamos de consolarnos para que no nos duela tanto haber perdido algún diente y sigamos sonriendo. En lo que sí creo es en la pócima que convierte a los chungos en invisibles, si la has probado sabes lo bien que sabe: “un cazo de satisfacción personal y unas hojas de alegría”. Y no, no habrá mención para los malvados.
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