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Un hombre ha muerto congelado

Un hombre de 85 años muere congelado en una calle de París. Podría ser el inicio de una novela pero es el final de una vida, la de René Robert.

René Robert se dedicaba a contar historias con su mirada. Eso es lo que hace un fotógrafo, contar la vida que ven sus ojos y que atrapa el objetivo de su cámara. Y ese arte tiene algo del mito de “robar el alma” o, al menos, de tomarla prestada, hay fotografías que lo dicen todo del retratado…

Robert amó la fotografía desde niño y, cuando conoció el flamenco, se especializó en retratarlo. Fue el fotógrafo de Camarón, de Morente, de Farruco, de Paco de Lucía, de Fernando Terremoto. Y esos ojos, los de un franco-suizo, supieron ver la pasión, el dolor y el desgarro que habitan en ese arte único, e inmortalizarlo en blanco y negro para que otros pudieran mirarlo. 

René Robert es ampliamente conocido y reconocido en el mundo de la fotografía y el flamenco, pero ahora lo nombran incluso quienes lo desconocían, porque su historia nos ha helado la sangre. Su manera de morir hiere la conciencia y casi mata la esperanza. Más que salir a la luz, su historia ha salido a la oscuridad en la ciudad de las luces.

Un hombre de 85 años sufre una caída y en nueve horas nadie se acerca a interesarse por él. Pero reconozcámoslo, el escalofrío insoportable lo produce saber que el hombre ignorado era un fotógrafo de prestigio, que era “de los nuestros”, que estaba dentro, que tenía techo. No era de los otros, de los invisibles, de los que están fuera. Lo de ellos ya lo tenemos asumido.

Su manera de morir hiere la conciencia y casi mata la esperanza. Más que salir a la luz, su historia ha salido a la oscuridad en la ciudad de las luces

La soledad, la pobreza, la enfermedad y hasta la muerte de los que dormitan a la intemperie, la aceptamos como un mal endémico, como un fallo inevitable de nuestra sociedad, una tara con la que aprendemos a vivir. Y no, seguro que no nos parece bien que esto pase, pero lo dejamos pasar…

En las grandes ciudades podemos tropezar a diario con alguien que vive o que consume su vida en la calle y, a veces, hacemos como que no los vemos. Otras, para tranquilizar la conciencia, para decirnos que no somos tan fríos, que hemos prestado atención, nos esforzamos en mirar de reojo, casi como penitencia.

Y la angustia es soportable porque dura lo justito, el momento de pasar a su lado. Aguantamos bien el trance conscientes de que, al rebasar a ese ser humano tan lejano de nuestra realidad, al dejarlo atrás, el dolor se nos pasa. Como cuando tu madre te arrancaba de cuajo la tirita de una herida, un momentillo de dolor y luego nada, si acaso una pequeña marca del adhesivo que se iba con la primera jabonada…

Hace años vi una escena callejera, desde la ventana de la redacción de la radio, que me llamó poderosamente la atención. Un chico perdió el control de su moto y cayó al suelo. La primera persona que fue corriendo a socorrerlo era un hombre que vivía en la calle, en una de las calles de la milla de oro de Madrid.  

Recuerdo que me emocionó la secuencia y me hizo pensar qué habría sucedido si hubiera sido al revés, quién habría corrido a levantar del suelo a un vagabundo tirado en la acera. Quién se habría preocupado por un individuo que formaba parte del paisaje urbano, como el logo del VIPS, como un bolardo o una señal del ceda el paso…

El pasado lunes, a las 6.30 de la mañana, alguien llamó a los servicios de emergencia parisinos para alertar de que un anciano estaba tirado en el suelo. El hombre que yacía inconsciente era un ciudadano llamado René Robert y el que llamó a emergencias, un sin hogar.  

Un hombre de 85 años muere congelado en una calle de París podría ser un pie de foto pero es un retrato, el retrato de una sociedad con la humanidad bajo cero.

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