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El mundo arde

Pedro Salinas escribió después de la Segunda Guerra Mundial su poema “Cero” para denunciar los efectos de los bombardeos y las armas de destrucción masiva. Una bomba lanzada a seis mil metros de altura acaba con una ciudad llena de personas, edificios, monumentos e historias. El poeta se pregunta: “¿Hay ojos que distingan / a la Tierra sus primores / desde tan alto?”. Acabar con lo que se desconoce suaviza la responsabilidad, parece más fácil que disparar contra los ojos que nos están mirando. Y por desgracia no se trata sólo de los metros de altura, sino de los procesos que convierten a las personas que tenemos cerca en caricaturas sin alma. El miedo, el odio, el asco y el rencor desdibujan la realidad del otro, sobre todo cuando nos enamoramos de nuestra propia irracionalidad. No disparamos contra personas, sino contra monstruos inventados. Así se normalizan las matanzas.

El novelista peruano Renato Cisneros ha publicado El mundo que vimos arder (2023). Reúne dos historias que se vinculan con las tensiones de la vida entre el sentido de pertenencia y el desarraigo. En la primera, dos peruanos que viven en Madrid, taxista y cliente en medio de un atasco, hablan de sus existencias, sus recuerdos, las quiebras que se producen en los sentimientos cada vez que hay que empezar desde cero. Por bien que se esté en una ciudad, el pasado es una compañía que nos interpela y nos hace extranjeros. “El pasaporte europeo —concluye el taxista— sólo sirve para que no te miren tan feo en los aeropuertos”.

La sensación de extranjería tiene que ver también con el paso de los años, con las realidades que van cambiando en nosotros y fuera de nosotros, aunque no queramos abandonar un lugar. Son transformaciones normales que se intensifican en las experiencias de emigración, destierro y, sobre todo, en los abismos humanos provocados por las guerras cuando nos atrevemos a quitarnos la venda de los seis mil metros de altura. Esa es la otra historia de El mundo que vimos arder, la vivida por Matías Giurato Roeder, un joven peruano, con orígenes paternos italianos y maternos alemanes, que se hace norteamericano y acaba en uno de los aviones militares que bombardean Alemania en la Segunda Guerra Mundial.

El miedo, el odio, el asco y el rencor desdibujan la realidad del otro, sobre todo cuando nos enamoramos de nuestra propia irracionalidad. No disparamos contra personas, sino contra monstruos inventados. Así se normalizan las matanzas

La vida nos cambia. Matías Giurato Roeder, luego Matías Clifford Roeder, luego Matías Clifford Ryder y luego Matthew, va caminando sobre su propio destino con la voluntad de adaptarse a las situaciones que surgen. Pero se produce un cortocircuito demasiado íntimo cuando recibe la orden de bombardear Hamburgo, la ciudad en la que vive su familia materna. Distante desde niño del agresivo machismo de su padre, había crecido en el amor cómplice de su madre y en el deseo de hacerse un miembro más de la familia alemana. El proyectado viaje a los orígenes desemboca en su participación en uno de los bombardeos más feroces sobre Alemania, el bombardeo que destruye a su propia familia. El abuelo de Matías era enemigo del nazismo, pero fue con todos los suyos una víctima más de la guerra contra los nazis.

Hay un momento en el que Matthew no puede dejar de ser Matías. Cuando se conocen los mapas, y dentro de los mapas las ciudades, y dentro de las ciudades los barrios, y dentro de los barrios los edificios, y dentro de los edificios las personas, ni siquiera seis mil metros de altura pueden suavizar los abismos del infierno. Los cuerpos calcinados no son monstruos, son personas con su propia historia, gente con derecho a vivir más allá de nuestros odios, nuestros miedos y nuestra violencia.

El bombardeo lleva al extremo los cambios sufridos por Matías, un ser humano, hasta conducirlo al despeñadero de su propia desaparición. Ningún pasaporte puede evitar vernos feos, muy feos, cuando nos miramos al espejo y se bombardea en nuestro nombre.. 

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