Adolescencia, las pantallas y el tiempo

Vi el miércoles Adolescencia en Netflix y todavía no he podido salir de ese plano secuencia. Cada semana aparece un producto que “hay que ver”, pero en esta ocasión la serie sí es digna del mandato. Se está resumiendo el argumento en que cuenta cómo en las redes se envenenan los niños y jóvenes con misoginia, pero el material con el que golpea está compuesto de eso y mucho más. Un episodio es el crimen y otro la evaluación psicológica, pero la otra mitad de la serie es el instituto y son los padres. Adolescencia habla también de la miopía, la dejadez y la incomparecencia de los adultos que deben orientar y proteger.

“Internet está criando a nuestros hijos tanto como nosotros”, ha dicho en las entrevistas uno de los creadores de la serie. Los padres del protagonista afirman en el último capítulo que pensaban que en su cuarto con el ordenador estaba seguro. Eso es algo que entendemos que pensaran los primeros padres que compraron ordenadores para sus adolescentes (los padres de los milenial), pero los padres que ahora pueden estar cuidando hijos de esas edades han tenido ya más de dos décadas, una sin y una con redes sociales, para saber a qué se expone un menor cuando se le deja solo con un dispositivo conectado a internet.

La tecnología y el progreso deberían haber servido para que tuviéramos más tiempo para estar con nuestros hijos del que nuestros mayores tuvieron para estar con nosotros. Ha ocurrido lo contrario

Somos las primeras generaciones de adultos afectadas por la adicción a las pantallas y a las redes que tienen el deber de que sus hijos no hereden o adquieran una adicción peor: la misma, pero sin haber podido conocer el mundo anterior. Es tremendamente difícil y empieza mucho antes de la adolescencia. En cualquier calle, también de las romantizadas ciudades pequeñas y también al cuidado de abuelos, pueden verse niños en carrito ya con un móvil plantado delante. No hablan todavía: no pueden haberlo pedido. En cualquier mesa de bar hay niños de todas las edades con una tablet o el móvil de alguien mientras los adultos hablan como si los pequeños no estuvieran. Desde hace unos años, hay niños de infantil y primaria que reproducen El Juego del calamar en los recreos, cuando no deberían ni saber qué es. 

Es más fácil culpar a los monstruos de Internet que bloquearles la entrada en las vidas de nuestros hijos. Hemos sido, todos, los conejillos de indias de las grandes compañías tecnológicas y los gobiernos no nos han protegido. Estoy bastante segura de que dentro de unos años ver a un niño con un móvil será como pensar ahora en alguien fumando en un avión. El daño en la concentración, la expresión y el comportamiento no nos lo tiene que demostrar nadie —aunque ya lo están haciendo— porque nos quejamos cada día de estar sufriéndolo nosotros mismos. Y tuvimos una infancia y una adolescencia libres de todo esto. No, hacer un maratón del Club Megatrix por la mañana en verano no representaba lo mismo que ahora exponerse a TikTok o a Youtube durante horas. La tecnología y el progreso deberían haber servido para que tuviéramos más tiempo para estar con nuestros hijos del que nuestros mayores tuvieron para estar con nosotros. Ha ocurrido lo contrario. Recuperar ese tiempo, salir del secuestro para liberar a nuestros hijos, es la gran batalla de la crianza de hoy.

Más sobre este tema
stats