Sobre ser ‘queer’, las siglas y los derechos de todas Marta Jaenes
Sobre el legado de Ramón y Cajal: la reforma de la ley de la ciencia
La reforma de la ley de la ciencia, en el año de investigación Cajal
El martes 19 de julio, el Senado aprobó la reforma de la ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (la ley 14/2011), con una enmienda polémica que obliga a que el texto vuelva al Congreso para su aprobación definitiva. Al final de estas líneas propondré una interpretación sobre el significado y alcance de ese vericueto parlamentario. Pero antes, quiero situar esta reforma legislativa, ya pendiente desde el anterior titular del ministerio, Pedro Duque y que confío en que el gobierno y la actual ministra, Diana Morant, que entendió muy bien la prioridad de esta reforma para el futuro de nuestra sociedad, vean culminada en las próximas semanas, tras el paréntesis de las vacaciones parlamentarias.
Diez años es hoy un período demasiado amplio, con arreglo a la velocidad que impone el ritmo continuamente acelerado de las tecnologías, gracias a la capacidad de innovación que nace del desarrollo vertiginoso de la investigación científica, esto es, de la propia ciencia. Era evidente, pues, la oportunidad incluso la necesidad, de realizar esta reforma.
En todo caso, conviene señalar que este impresionante desarrollo no es estimulado sólo por el sector público que, en sociedades democráticas, se supone vinculado al interés común, sino en gran medida guiado también por los intereses de las grandes empresas, algo consecuente con el modelo de economía de mercado. Frente a la concepción ingenua que vincula el afán de avance en el conocimiento con el ideal puro de la verdad, algunos nos han recordado que detrás de los avances, de las revoluciones científicas (Kuhn) hay intereses particulares que los guían. Lo explicó muy bien Habermas y lo ha recordado Boaventura Santos, en un ensayo de lectura muy recomendable publicado el pasado 17 de julio, en El Espectador.
Acabamos de comprobar la conjugación de esos dos motores del avance científico -una vez más, muy desigual-, con ocasión del magnífico esfuerzo que nos ha provisto en tiempo récord de vacunas eficaces frente a la pandemia. Porque conviene señalar que las patentes de esas vacunas no han sido cedidas como bienes comunes puestos al alcance de todos los que lo necesitan, sino que han permanecido en el dominio de las corporaciones que invirtieron en su investigación, procurándoles así enormes beneficios. Es el mercado, claro, nos dirán. Una respuesta que a muchos nos parece insuficiente y particularmente injusta cuando hablamos de algo que, por la importancia y el alcance universal de lo que está en juego, no debería quedar exclusivamente supeditado a los principios de competencia y beneficio. Por eso entendemos que, si no al margen de la lógica del mercado, estos resultados deberían quedar sujetos a una clara regulación que ponga límites y garantice prioridades, en aras del bien común. Y me excuso por recordar que así debería ser para guardar coherencia con algo bien sabido: la prioridad de lo común tiene que ver con la característica básica del conocimiento científico, clave de la mejor manera de entender el progreso humano que ha sido destacada por la mayoría de quienes han hecho contribuciones relevantes a ese modo de saber: la ciencia debe estar al servicio de un ideal universal, al beneficio de la humanidad. Y también por eso, la comunidad científica debe ser una comunidad abierta.
Eso es, precisamente, a mi entender, uno de los elementos más destacados de lo que podríamos llamar “el legado de Ramón y Cajal”, concretamente a propósito del significado social de la ciencia y de las características de lo que podríamos llamar la gestión política de la ciencia. Creo que es un asunto sobre el que vale la pena reflexionar precisamente ahora, porque esta reforma, indispensable para nuestro país, tiene lugar en 2022, declarado por el gobierno, año de investigación Ramón y Cajal, en homenaje al más universal de nuestros científicos, que recibió en 1906 el premio nobel de fisiología y medicina.
Sobre el legado de Cajal: la gestión política de la ciencia
El propio Cajal nos dejó buen testimonio de su juicio sobre estas cuestiones en ensayos como Reglas y consejos sobre la actividad científica. Los tónicos de la voluntad o, con un punto de humor negro, en El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arterioesclerótico. Son también numerosos los ensayos de historiadores de la ciencia y las biografías del nobel que, lógicamente, prestan atención a ello. En estas líneas me inspiro en particular en los recogidos en el volumen Cajal: una reflexión sobre el papel social de la ciencia (Zaragoza, 2006), que coordinó Jose Carlos Mainer por iniciativa de la Fundación Fernando el católico; por ejemplo, en los trabajos de Jose Manuel Sánchez Ron y Carlos Forcadell.
Todos los especialistas coinciden en subrayar que el motor de su trabajo intelectual es lo que se ha llamado su patriotismo científico, esto es, es su convicción de la necesidad de impulsar en España el desarrollo de la investigación científica, para conseguir sacar a nuestro país del atávico retraso en que se encontraba, para construir un futuro mejor, distinto, para ese país que tanto amaba. Un amor sólo comparable al que profesó por la ciencia. Por eso, para Cajal, el progreso de la ciencia debe ser una prioridad de la política. Cajal, como recuerda Sánchez Ron, entiende que «el poderío militar y político y la prosperidad intelectual e industrial suelen ser cosas solidarias, como ramas brotadas del mismo tronco», y, por ende, políticos han de ser los remedios, las «terapéuticas», escribe el médico Cajal, propuestos para conseguir «la elevación científica y cultural» de la sociedad española. Eso explica por qué, si bien rechazó la propuesta de hacerse cargo del ministerio de Instrucción Pública, no declinó importantes tareas al frente de instituciones públicas, como la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto Nacional de Higiene Alfonso XIII o, lo que resulta menos conocido, su trabajo como senador en la legislatura 1910-1911.
Precisamente los diarios de sesiones de esa legislatura, que he podido consultar gracias a la eficiencia del magnífico servicio de documentación del Senado, ofrecen el testimonio de las intervenciones de Cajal, en noviembre y diciembre de 1910, con ocasión de la discusión de los presupuestos del Estado de 1911. En ellas queda de manifiesto su sentido de lo público, de la importancia de la inversión en ciencia, así como de la necesidad de control del presupuesto destinado a instituciones científicas. Pero también son reflejo de su concepción acerca de la gestión política de la ciencia y del papel que un científico, un intelectual, debe asumir si se implica en el terreno de la política activa.
Me detendré sólo en la sesión del 26 de noviembre de 1910 (Diario de Sesiones del Senado, nº 75, pp.1219 ss), en punto al debate sobre la sección 7ª del presupuesto de gastos del ministerio de Instrucción pública y Bellas artes para 1911. Cajal intervino en primer lugar para defender la necesidad esa partida presupuestaria, habida cuenta de la importancia que a su juicio tenía la Junta de ampliación de Estudios para el impulso de la ciencia en España, convencido como estaba de que no había progreso posible sin avances significativos en la investigación científica y que, para ello, como insistió en numerosas ocasiones, era preciso «europeizar a los profesores, con lo cual se europeizará a los discípulos y así a la nación entera». Con palabras que bien podrían ser escritas hoy, nuestro nobel ya había manifestado reiteradamente su preocupación por la sangría que suponía para el país el hecho de que lo mejor de las nuevas generaciones, después de haber sido formadas con no poco esfuerzo público, descartara dedicarse a tareas científicas, por la precariedad en que se encontraba la ciencia: “¿consentiremos que el novel investigador pida a cualquier otra profesión el pedazo de pan que les rehúsa la ciencia pura, perdiendo el Estado el fruto de sus sacrificios?”.
Cajal sostiene también, con la mayor cortesía y firmeza la autonomía de la Junta en las decisiones que tocan a los candidatos y a la dotación de las ayudas, y confronta su tesis con las del propio ministro de Instrucción pública y Bellas artes, D. Julio Borell y Cuéllar. El ministro, con no menos cortesía y firmeza, causa envidia la oratoria parlamentaria en estas discusiones presupuestarias que, lejos de estereotipos al uso, sabe conjugar un exquisito, incluso excesivo tono formal, con el manejo riguroso de datos y estadísticas, reivindica que, puesto que la responsabilidad política es suya, debe tener una competencia de tutela y decisión respecto a los acuerdos de la Junta.
Encontrar soluciones que, desde el imprescindible reconocimiento de la igual dignidad en derechos, garanticen el progreso científico y tecnológico
El argumento del ministro es todo, menos improcedente: bienvenidos los sabios, que juegan un papel necesario en la gestión de la ciencia, pero es fundamental el control de cómo administran los recursos públicos que se han puesto en sus manos. Y, sobre todo, en última instancia, se trata de decisiones políticas que corresponden a quien ha sido elegido para adoptarlas. El ministro está, pues, muy lejos de los conocidos dicterios sobre los intelectuales como “cabezas de chorlito”. Lejos también de la frecuente y despectiva referencia a su soberbia y a su pretendida “superioridad moral”, argumentos propios de la lógica de los aparatos internos de los partidos con menor tradición, o vocación, democrática interna y que ven con reticencia y sospecha la presencia en órganos de decisión política -gobiernos, parlamentos- de quienes no se han formado desde temprana edad bajo los principios de observancia jerárquica y cierre de filas. Máxime si quienes así se pronuncian no han conocido prácticamente otro mundo fuera de una militancia interna que se parece demasiado a un coto vedado a quienes no tengan pedigree partidario.
El ministro, junto a esas reticencias, deja muy claro que respeta el gran valor de la presencia de Cajal en la discusión pública. Por su parte, Cajal, de cuya valía intelectual era imposible dudar, pone de manifiesto el buen fundamento de su modelo de gestión política de la ciencia: las líneas políticas, el programa, corresponden al gobierno. Y él está de acuerdo con ese programa, razón por la que acepta estar presente activamente en política. Pero no dejará de defender lo que considera el mejor criterio, la adecuación a objetivos científicos, a la hora de decidir sobre los destinatarios y términos de las ayudas de la Junta.
Sobre la enmienda a la ley de la Ciencia, introducida en el Senado
Vaya por delante mi acuerdo con los argumentos que sostuvieron los portavoces de ciencia e innovación del grupo parlamentario socialista en el Senado, los senadores Zubeldia y Latorre, cuando explicaron el sentido y alcance de la reforma propuesta por el Gobierno. El objetivo de esta reforma, subrayaron, es garantizar los derechos laborales a los jóvenes investigadores, dignificar sus condiciones de trabajo. Junto a ello, se trata de superar los déficits de nuestro sistema de ciencia detectados por los agentes del propio sistema y por organismos internacionales: así, disminuir los trámites administrativos en la gestión científica y garantizar una financiación pública estable y progresiva de la I+D+I para alcanzar el 1,25% del PIB en 2030, de conformidad con el Pacto de la Ciencia y la Innovación, que cuenta con un amplio respaldo político y social. Hay que destacar que el proyecto del gobierno incorporó finalmente en el Congreso más de 100 enmiendas de otros grupos.
El punctum dolens ha sido la disposición adicional décima de la ley, sobre la figura del contrato laboral indefinido, vinculado al desarrollo de las actividades científico-técnicas para personal de investigación. Esa disposición fue modificada como consecuencia de la aprobación de la enmienda 79, introducida por el Grupo parlamentario Popular en el Senado y que recibió el apoyo de los senadores de Vox, PNV, Junts, UPN y ERC (que había votado a favor de la misma disposición en el Congreso).
A mi entender, debe matizarse la polémica, porque creo preciso reconocer que la enmienda no tiene sólo una motivación partidista, por mucho que hay que reconocer también que algunos partidos la han utilizado como una ocasión para castigar al gobierno. Pero hay argumentos para sostener las posiciones enfrentadas, que resumo a continuación.
Las críticas a esta disposición llegaron sobre todo desde la red SOMMA de centros de excelencia de investigación y también por parte de la CRUE, al entender que supone limitar la posibilidad de contratación en el caso de los proyectos competitivos europeos que, por sus características, no admiten la figura del contrato indefinido y optan así por un modelo que lleva a encadenar contratos temporales. He de decir que los representantes de esos centros mantuvieron reuniones con los grupos parlamentarios (yo mismo recibí a la presidenta y al vicepresidente de esa red, como presidente de la Comisión del Senado) y la CRUE les envió un manifiesto con su posición contraria a la introducción de contrato indefinido. Matizaré, por cierto, que la presidenta del soma se ha pronunciado pública e inequívocamente contra la precariedad laboral de los investigadores. En todo caso, los defensores de la enmienda sostienen que el modelo de contrato indefinido generalizado en los proyectos competitivos supondría una rigidificación del sistema, un modelo de funcionarización, inadecuado a las características de los proyectos competitivos de investigación y desde luego a los de fondos europeos.
Todo ello redundaría en costes inasumibles para los centros de investigación (y no digamos para las universidades, se subraya) y, por tanto, en una pérdida de competitividad en los proyectos, vector fundamental del avance científico especializado. La CRUE insiste en dos argumentos: el modelo de contrato indefinido llevaría a doblar llegaría a doblar el coste de indemnización” frente a los costes del contrato temporal y el aumento de los despidos exigiría Expedientes de Regulación de Ocupación, que estarían condicionados a las decisiones del comité de empresa. Específicamente, ERC justificó su cambio de postura alegando que lo que pretenden es que el debate se centre en lo fundamental: la dotación de fondos estatales suficientes para financiar las líneas de investigación que sustentan los contratos de los científicos, algo que no estaría suficientemente explícito en la ley.
Por su parte, el gobierno, los grupos parlamentarios que lo apoyan, el sindicato CCOO y asociaciones de investigadores jóvenes, han insistido en argumentos que, a mi juicio, tiene mayor peso. El asunto de fondo es que el sistema de ciencia no puede ser ajeno al modelo de reforma laboral aprobado por las Cortes generales, porque se trata de acabar con la generalizada condición de temporalidad que afecta sobre todo a científicos jóvenes, pero que, como consecuencia de la práctica de encadenar contratos temporales, les alcanza frecuentemente hasta los cuarenta años. La introducción del contrato indefinido, garantiza estabilidad en el puesto de trabajo y mejores condiciones laborales en los términos de indemnización por despido, o a la hora de recibir ayudas de guardería o de comida. El sindicato CCOO sostiene que la diferencia son ocho días de sueldo anuales en las indemnizaciones por despido. Con un contrato temporal, son de 12 días por año trabajado. Con uno indefinido, serían 20. CCOO asegura que hay entre ochocientos y mil euros de diferencia por investigador entre uno y otro. “Cuesta creer que un incremento de menos de 1.000 euros por año en las indemnizaciones por despido en proyectos, típicamente, de más de 500.000, euros suponga un quebranto para ninguna institución”, sostienen. Por lo demás, si se mantuviera la enmienda aprobada en el Senado, se calcula que los contratos indefinidos alcanzarían al 30% de los investigadores (y personal técnico y de gestión), mientras que con el texto aprobado en el Congreso los contratos indefinidos alcanzarían el 70%. El texto de la ley tal y como llegó del Congreso no impide despedir a investigadores cuando la línea de investigación deja de tener financiación, pero penaliza esos despidos con una indemnización mayor.
No es simple la disyuntiva. Pero a mi juicio, es difícil discutir la tesis de que la ciencia será mejor si las condiciones de trabajo son estables y dignas. Salvo que, en aras del progreso, sigamos admitiendo recortes importantes de derechos, con discriminaciones que, además, cuentan con sesgo de género. Esa no puede ser nuestra opción. Se trata de encontrar soluciones que, desde el imprescindible reconocimiento de la igual dignidad en derechos, garanticen el progreso científico y tecnológico. Creo que esta ley consigue una razonable conciliación de esas exigencias.
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Javier de Lucas es Presidente de la Comisión de Ciencia, Innovación y Universidades del Senado.
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