Vuelta al cole

Todavía no íbamos con prisa, pero el traqueteo sobre las aceras ya no sonaba igual. “Mira, mami, los niños llevan maletas”, dijo Luis, todavía con el viaje reciente. Las maletas de los alumnos de primaria y de los turistas tocan percusiones distintas. Las maletas de los chicos –xiquets, guajes, patojos– circulan atropelladas hasta en las mañanas buenas. Marcan el paso, apremian, por delante y por detrás también a los que aún no trasladan más que el almuerzo y el agua sin apéndices. Me reencuentro con el pensamiento recurrente de cada mañana en algún momento de esos doce minutos: cómo podemos estar a la vez preocupados por la infancia de las pantallas y por los cuerpecillos que siguen acarreando mochilas monstruosas de ruido tenaz como nosotros en los predigitales noventa.

Hemos vuelto al cole. Esta semana el espíritu del país ha vuelto al cole, pero los más de 8 millones de estudiantes de las enseñanzas de régimen general no universitarias lo han hecho, y lo harán en los próximos días, literalmente. Con ellos, 8 millones de familias en infinidad de circunstancias. Los hijos vienen con una partida extra en el mundo escolar para los padres. Tienes de nuevo acceso al colegio, apenas tu mundo entero durante las primeras décadas y un abrupto desconocido a partir de entonces. Tienes, conviene ser conscientes, un acceso restringido, condicionado, facilitador. El colegio es ahora apenas el mundo entero de tu hijo y tú tienes presencia de secundario y escasas líneas de actor de reparto.

El acceso temprano de los niños a la infinitud de una pantalla les acorta la fantasía, la espera, la sorpresa que conforman la magia de la infancia

No hay lugar donde te sientas más aparatoso e irrelevante que en un aula de infantil. El cuerpo extraño allí eres tú, sois vosotros, nerviosos, aliviados, enternecidos, madres y padres de los niños que ya están sentados en asamblea como si no hubiera pasado un verano y que os ignoran o miran de reojo como diciendo: ¿aún seguís aquí? No volveréis a entrar en ese aula hasta que la reunión trimestral os obligue a medir vuestro tiempo en el mundo sobre una sillita verde. Esto fue una licencia del “por ser el primer día” y mera utilidad: las mochilas de los niños pequeños todavía no ruedan y alguien tiene que depositar los libros de fichas, el de las letras, el primer textbook.

Este verano trabajé con niños de todas las edades y me pareció que eran todos más mayores de lo que oficialmente son. Eran, quiero decir, menos niños. El acceso temprano a la infinitud de una pantalla les acorta la fantasía, la espera, la sorpresa que conforman la magia de la infancia. Es muy difícil. No tendrán una infancia como las nuestras, pero porque las conocimos y las recordamos con veneración, les debemos alargar cuanto podamos ese periodo irrepetible en el que eres capaz de fascinarte una tarde entera con una concha que te ha regalado la profe el primer día de clase, “por ser el primer día”.

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