LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
La “contienda atronadora” es más ruido que parálisis: cinco acuerdos entre PSOE y PP en la España de 2024

entrevista

Joaquim Bosch: “No ha habido voluntad política para acabar con la corrupción”

Joaquim Bosch, en una imagen de archivo.

La patria en la cartera. El título del libro del magistrado Joaquim Bosch (Cullera, 1965) que acaba de publicar la editorial Ariel lo dice todo sobre el pasado y el presente de la corrupción en España. Y está llamado a convertirse en una obra de referencia en torno a un fenómeno que, según su autor, un habitual de los medios de comunicación a la hora de comentar la actualidad política y judicial, no se puede explicar sin mirar a los ojos la herencia que el franquismo legó a la democracia española.

¿Tenemos remedio?

Hay soluciones institucionales para suprimir o dejar la corrupción en niveles muy bajos. Y lo demuestran los países más avanzados en la materia que en el pasado estaban en situaciones muy problemáticas. Hay remedio si hay voluntad política. Lo que ocurre es que a menudo se presentan conflictos de intereses entre las cúpulas de los partidos políticos y las reformas necesarias.

Sumamos más condenas por corrupción política que Grecia o Italia. Pero seguimos creyendo que Italia es un país más corrupto.

La confusión se produce debido a que no se miden por igual las mismas variables. El problema de España es de corrupción de los políticos. Puede haber una corrupción equivalente o incluso algo superior en Italia o en Grecia, de hecho en países como Italia tenemos todos los problemas derivados de las mafias en Nápoles o en Sicilia, pero eso no es corrupción política. Hay otros países que tienen más corrupción, como los de Centroamérica, pero es sistémica: afecta a los políticos, a los funcionarios, a los jueces, a los policías o a los militares. 

La singularidad española, que desde mi punto de vista procede especialmente de la dictadura y de cómo se gestionó la Transición, es que la corrupción se ha centrado muy especialmente en los políticos

La singularidad española, que desde mi punto de vista procede especialmente de la dictadura y de cómo se gestionó la transición, es que la corrupción se ha centrado muy especialmente en los políticos. Aquí tenemos Comunidades Autónomas en las que han sido condenados, han estado en prisión provisional o están siendo investigados presidentes, consejeros, presidentes de diputación, alcaldes y concejales de las principales ciudades. No hay equivalente en ningún país europeo democrático de algo así. Si viajamos por Europa, es raro que haya muchas condenas seguidas de políticos. Siempre son casos muy excepcionales.

Nos hemos acostumbrado a la corrupción. ¿Quizá porque lo que pasa en política es sólo una expresión de lo que sucede en la vida cotidiana?

Mi impresión es que no está en el mismo plano, porque los mecanismos reflejos de la ejemplaridad se dan de arriba a abajo y no de abajo a arriba. Es decir: puede haber problemas en la base social, pero se deben a que quienes deberían transformar las estructuras institucionales no dan el mejor ejemplo. 

Y esto favorece que quien quiera comportarse entre los ciudadanos de base de manera deshonrosa tiene muchos ejemplos a los que imitar. Por tanto, no es un problema genético, incluso cultural, hispánico, sino de configuración de las instituciones. Si las instituciones se modifican y se configuran de otro modo, esto llevará a que tengamos otras actitudes entre los políticos y a que la base social también se comporte de otra manera.

Se lo digo porque todavía hay mucha gente que celebra el fraude al sector público, ya sea al cobrar una pensión o evitando el pago de impuestos. Y hablan de pillería.

Eso procede de una tradición histórica en nuestro país de falta de corresponsabilidad fiscal, de rechazar que haya una contribución colectiva a las arcas públicas. Y esto en gran parte se genera en la Dictadura. En el libro explico casos importantísimos de evasión fiscal que eran tolerados por el régimen y todavía tenemos un discurso en la elites empresariales y en determinados sectores políticos de que cuanto menos impuestos se paguen, mejor. 

Yo creo que no es únicamente un problema de concepción de la ciudadania, si no que ese tipo de concepciones han sido estimuladas desde espacios de poder que no quieren contribuir de la misma manera que lo hacen las élites económicas por ejemplo en muchos países europeos. Por poner un ejemplo: a pesar de que se repite hasta la saciedad que hechos —que son ciertos— como que hay mucho fraude en las facturas, está demostrado con datos objetivos que el gran fraude fiscal en nuestro país no es el de los autónomos sino el de las grandes empresas. Con gran diferencia.

Hecha la ley, hecha la trampa es una frase documentada por la RAE ya en el año 1734. Pero como acaba de recordar, en el libro sostiene que el problema viene del franquismo.

En primer lugar por las características del régimen y la etapa histórica en la que se desarrolló. Esa es la gran diferencia. El régimen de Franco existe en la época de gran expansión del Estado en todo el mundo occidental. En la que se incrementan espectacularmente los presupuestos públicos, la construcción de carreteras y dotaciones públicas. Hay muchísimos ámbitos en los cuales el Estado antes apenas intervenía y, por lo tanto, la corrupción era bastante limitada. 

La Dictadura son 40 años de un fuerte intervencionismo estatal, pero sin contrapesos democráticos, a diferencia de otros países europeos. Una corrupción tan generalizada durante 40 años, que va desde el caudillo hasta alcaldes de poblaciones pequeñas, pasando por miles de cargos intermedios, es una ingenuidad pensar que pueda acabar al día siguiente de que se muera Franco. Incluso aunque se hubieran hecho las cosas perfectas en la Transición, era imposible que eso pudiera desaparecer de la noche a la mañana. 

La mitad de los últimos 50 ministros de Franco continuaron en política y la otra mitad pasó a los consejos de administración de las grandes empresas del país

El periodo transicional tuvo méritos indudables, como establecer rápidamente un sistema democrático, aprobar una Constitución o vertebrar un sistema de leyes fundamentales. Pero la dinámica que se siguió provocó que la mitad de los últimos 50 ministros de Franco continuaran en política y que la otra mitad pasara a los consejos de administración de las grandes empresas del país. Lo mismo ocurrió con gobernadores civiles, alcaldes, concejales, los sectores empresariales, gran parte de los funcionarios, entre ellos los del Movimiento Nacional, los sindicatos verticales… Eso fue lo que pasó: una dictadura muy larga, con una corrupción muy estructural y una Transición que favoreció inercias muy potentes para proyectar la corrupción hacia el futuro. 

Sabemos cómo se hacen las trampas y en su libro queda claro que se pueden evitar. ¿Por qué es tan difícil armar controles efectivos para impedir la corrupción?

No ha habido voluntad política suficiente para acabar con la corrupción. Una respuesta sencilla y atrevida sería decir que todos los políticos son corruptos y que eso explica que quieran mantener la situación. Pero sería una respuesta equivocada. El tema es mucho más complejo, sin perjuicio de que puntualmente pueda haber dirigentes políticos corruptos. 

El problema es que las reformas estructurales que nos acercarían a otros países europeos y que reducirían drásticamente la corrupción chocan con los intereses de las cúpulas dirigentes de los partidos. Servirían para hacernos avanzar, pero a costa de mermar las enormes potestades que han tenido esas cúpulas dirigentes desde la propia Transición. Pondría un par de ejemplos. En España hay cerca de 100.000 cargos de confianza, normalmente discrecionales y puestos en la administración a dedo. Una cantidad enorme, que no tiene equivalente en ningún país europeo. Hacen falta controles imparciales independientes dentro de las administraciones y no altos cargos al servicios de su partido. Acabar con esto nos haría crecer mucho en desarrollo institucional y equipararnos a otros sistema europeos, pero sin duda limitaría la capacidad de los dirigentes de instalar a cuadros de los partidos, con todas las consecuencias que eso tendría en sus equilibrios internos de poder.

El otro ejemplo son las candidaturas. Habría que cambiar la forma en que se confeccionan para que fuesen las bases y no los dirigentes los que decidiesen. Hay que cambiar el sistema electoral para que no haya listas cerradas creadas por las direcciones de los partidos y que los ciudadanos puedan castigar la corrupción, y hay que regular la financiación electoral. Hay muchísimos ámbitos en los que es perfectamente posible avanzar.

En España es muy fácil remover a funcionarios públicos que pueden ser testigos incómodos. ¿Dónde debería estar el listón por debajo del cuál todo deberían ser funcionarios blindados en sus puestos?

Desde una dirección general para abajo todos los cargos deberían ser profesionales. Si una administración pública necesita de ese tipo de cargos deben ser accesibles con criterios de mérito, capacidad y profesionalidad. Lo absurdo es que cada cuatro años estos profesionales cambien en función del partido político que entre y que no sean capaces de hacer una gestión continuada por encima de las legislaturas ni actuar con independencia e imparcialidad. De hecho, una cosa llamativa es cómo han podido moverse tantos millones de euros en la corrupción sin que apenas hayan saltado alarmas internas. La respuesta es que en líneas generales no había profesionales independientes con garantías para poder denunciar estas situaciones.

¿A dónde debemos mirar para inspirarnos? ¿Sigue siendo Escandinavia la referencia?

Casi siempre son los mismos países los que están a la cabeza en el ranking de Transparencia Internacional. Básicamente los escandinavos, Nueva Zelanda, Alemania y países con perfiles de institucionalidad fuerte. Y, por cierto, son los países con mejores niveles económicos y de vida, lo cual demuestra que tener la corrupción en niveles bajos es la mejor receta para el desarrollo económico. 

Estos países a finales del siglo XIX tenían problemas de corrupción parecidos a los de España, lo que ocurre es que practicaron reformas democráticas de refuerzo de la función pública independiente, de solidez de sus instituciones y España empezó a quedarse rezagada. Primero con la restauración, con todos los conflictos internos que hubo y las dinámicas y corruptelas electorales del sistema del turno dinástico. El reformismo democrático en la Segunda República intentó recuperar el terreno perdido, pero fue frenado por el golpe de Estado del 36. Y con la Dictadura de Franco nos quedamos a una distancia abismal de las democracias europeas.

En su libro no reconoce a la prensa un papel relevante en la vigilancia de la corrupción. ¿El periodismo se han vuelto cómplice del sistema?

Los expertos que han analizado la situación de la prensa en España detectan que hay un excesivo alineamiento, en líneas generales y con todas las excepciones que queramos, con fuerzas políticas concretas. Hay poca pluralidad interna. Y esto hace que los ciudadanos acaben desconfiando de muchos medios porque consideran que son del partido rival. 

Hemos tenido unos medios que han sido muy duros con la corrupción del partido contrario, pero demasiado blandos con el partido cercano. Y esto también se ha trasladado mucho a la ciudadanía, que salta enseguida a atacar al partido al que no vota pero cuando el partido al que vota hace exactamente lo mismo prefiere ni leer las noticias. Hay estudios que demuestran que los votantes se niegan incluso a leer sobre corrupción cuando se refiere a su partido. 

En todo caso, siendo cierto que hay cosas que mejorar en la ciudadanía, en la prensa, en la justicia y en muchos ámbitos, es igualmente cierto que ha habido una mejora importante en la concienciación ciudadana y yo creo que se debe a la indignación que generó el conocimiento de muchos casos de corrupción unida a la situación de crisis económica. También creo que los medios empezaron a preocuparse más por la corrupción y a realizar investigaciones muy sólidas y bien documentadas. Pero en la Transición y los ochenta la prensa sí que miraba hacia otro lado porque la consigna consensuada era que resultaba mejor no hablar de corrupción porque podía desestabilizar la democracia. 

Se lo pregunto porque quizá, además de vigilar a los políticos, deberíamos vigilar a los periodistas. Y a los jueces, que también parecen polarizados.

Yo creo que no hay polarización en la base de la judicatura, con todas las sentencias discutibles que sin duda siempre pueden cuestionarse. El gran problema está en la cúpula judicial y en la configuración de los altos tribunales. Y, una vez más, el problema tiene raíces históricas que si se desconocen no podemos entender bien.

Tras morir Franco, España miró hacia los sistemas judiciales europeos y hubo consenso entre las fuerzas políticas en configurar un consejo de la judicatura con un sistema mixto equivalente al de otros países europeos en el que la mitad fuese elegido por el parlamento y la otra mitad por los jueces. En 1980 se aprobó por unanimidad y votaron a favor los cuatro partidos principales y los nacionalistas vascos y catalanes. 

Sólo cinco años después cambió el panorama porque el Gobierno socialista modificó la ley para ir a un sistema de reparto por cuotas. ¿Por qué ocurrió esto? Porque en el país había una judicatura todavía muy vinculada al franquismo que había obstaculizado las reformas democráticas no sólo del PSOE sino de la UCD. 

Con el tiempo, parece que el remedio fue peor que la enfermedad, porque da una imagen contraria a la neutralidad del Poder Judicial y consolida mecanismos de injerencia partidista en la justicia. El espectáculo lamentable que vemos cada vez que toca renovar el CGPJ está a la vista de todo el mundo. Tenemos un Consejo caducado y en funciones hace más de tres años y centro de todas las batallas políticas. Un problema que no existe en otros países europeos.

El cambio de ciclo político que empezó con la moción de censura de 2018 se construyó sobre el rechazo a la corrupción. Sin embargo, y a pesar de las promesas, no se han tomado medidas para prevenir nuevos casos. 

Tenemos unos datos preocupantes. La UE dictó diversas directivas que obligan a hacer reformas en materias vinculadas a la corrupción, por ejemplo en materia de contratación pública. Se aprobó una ley en 2017 fuera de plazo y con insuficiencias. Otra directiva europea nos obligaba a aprobar una ley de protección a los denunciantes de corrupción antes de diciembre de 2019. Estamos en enero de 2022 y seguimos sin tener la ley a la que nos obliga la UE. 

Y luego hay algunas cuestiones llamativas: en este país se han realizado varios pactos de Estado sobre cuestiones que me parecen necesarias. Yo no he visto ni de lejos ni un intento de organizar un pacto de Estado contra la corrupción en el país con más políticos corruptos de Europa. Que no haya tendencias en esa dirección y las haya en dirección contraria me parece bastante significativo.

Pinta usted en su libro un panorama tan preciso como desolador. Es difícil leerlo y no querer huir a una montaña.

(Se ríe) Yo he intentado ser un optimista informado. Creo que la buena noticia es que somos capaces de mejorar. En el libro hablo de la corrupción electoral y económica de la restauración. El término pucherazo viene de aquella época, en la que se simulaban las elecciones, se falseaban actas electorales, y había conductas vergonzosas. 

El Gobierno incumple el plazo para proteger por ley a los alertadores de corrupción

El Gobierno incumple el plazo para proteger por ley a los alertadores de corrupción

Hoy España en todos los indicadores internacionales se encuentra entre los diez mejores países en cuanto a limpieza del proceso electoral, en cuanto a eficiencia en la organización de unas elecciones y en cuanto a respeto a la pluralidad política. Hemos avanzado mucho como país. 

Pero podemos mejorar. Esos mismos indicadores internacionales nos dicen que tenemos graves problemas de corrupción y también importantes deficiencias en nuestro sistema de separación de poderes y de control a través de organismos de supervisión. Las dos cosas son ciertas. Por lo tanto, si hemos sido capaces de mejorar en unos aspectos perfectamente podemos mejorar en los otros. 

Y si no detectamos tendencias suficientes en las principales fuerzas políticas, la ciudadanía debería empoderarse y presionar. No olvidemos que en determinados contextos críticos se rompió el mapa de partidos. No será fácil, pero no hay nada que sea inamovible. Así que pienso que habiendo soluciones idóneas para solventar estos problemas es posible que las cosas cambien.

Más sobre este tema
stats