Azores
El avión de Lisboa a Ponta Delgada no llevaba turistas. El verano había terminado. Azorianos taciturnos regresaban del continente -o continente, como llaman al resto del mundo-; algún hombre de negocios, quizás un vulcanólogo o un comisario destinado a Faial y un pasajero que tenía sobre la mesilla replegable dos pruebas del delito: un manoseado ejemplar de Bajo el Volcán y el walkman con un casete de New York de Lou Reed recién estrenado.
Había tomado al amanecer un avión en Santiago de Compostela para Lisboa y ahora volaba al encuentro con la borrasca. Las Azores siempre le parecieron un buen lugar para perderse en el mapa. En 1990 todavía lo eran.
Lio un pitillo ante la atenta mirada de la azafata de la TAP y vio por la ventanilla aquel cielo atormentado que presagiaba que se estaban acercando al origen del maelstrom, esa leyenda de tempestades con la que el archipiélago perfuma su posición en el Atlas.
-Disculpe, pero no sé pueden consumir drogas.
-Es solo picadura de tabaco holandesa.
Le mostró la bolsa.
Aterrizar en una pista de tenis es difícil, pero le pareció un presagio del partido que iba a disputar contra sí mismo.
El siguiente presagio aguardaba a quince minutos del aeropuerto caminando sobre una lluvia incesante mientras arrastraba un macuto militar que dejaba traslucir cierta prisa por llegar a algún lugar al reparo de la tormenta.
La Pousada de Sao Miguel era un viejo convento de aspecto manuelino y paredes encaladas que no lograba del todo ocultar su condición de refugio de almas perdidas pese a su careta de moderno hotel-boutique. “Si usted se encuentra perdido toque las campanas”, parecía decir sin decirlo.
Le costó encontrar a alguien en la recepción y poder cruzar unas palabras portuguesas acerca de la reserva. Las cosas son lentas en medio del Atlántico.
El cuarto estaba preparado, las sábanas eran de lino, los muebles de caoba y daba a un patio donde la lluvia corría por los canalones y crecían unas hortensias azules. La Biblia estaba en el cajón. Romeo had Juliette sonaba en el walkman.
Atrapado entre las retorcidas estrellas/ Las líneas trazadas del mapa defectuoso/ que trajo a Colón a Nueva York susurraba Lou Reed como si el mapa siempre fuera la coartada de la perdición más que del encuentro, como si el mapa fuera la clave de perderse antes de encontrarse. Siguiendo la navegación, pensó, podía avistar Coney Island en línea recta, pero había llegado a Ponta Delgada.
-Coney Island, baby…
Se puso el albornoz, se miró al espejo en busca de compañía y pensó que todos los equívocos conducen a algún lugar, aunque sea el lugar equivocado. El olor a pared encalada de la cocaína le subió por las fosas nasales como siempre que escuchaba al bardo del wild side.
Cenó açorda alentejana que no estaba nada mal y remató con un dulce pao de Deus, pero la lluvia, la sopa, el propio convento empezaron a mandarle señales de una inminente visita: la tristeza, esa tristeza lusitana que todo lo envuelve con el terciopelo borgoña de una butaca antigua en un rincón de la existencia.
Allá al fondo, tras la puerta del comedor, divisó una pared de madera noble, vagamente iluminada por unas lámparas de pared, donde lucían cientos de botellas. Un espejismo.
-O Moby Dick, boas-vindas.
Apuntó el camarero que recogía la mesa como si le estuviera franqueando las puertas del Purgatorio.
Acodados en la barra había dos hombres de aspecto rubicundo que parecían llevar toda la vida esperando el fin del mundo en esa posición. Noruegos. Se acomodó en la otra punta con esa torpe indecisión que preludia la llegada de todas las recaídas. Los hombres le saludaron en inglés y le invitaron a acercarse. Contaban historias de ballenas. Eran cazadores de ballenas. Cazadores hasta que se prohibió la caza de la ballena. Pidieron otra botella de vodka ruso y le convidaron a un trago. Eran de Bergen. Brindaron. Hablaron de Faial, de Porto Pim, de enormes cetáceos, de campañas de seis meses, de los buenos tiempos. Venían todos los otoños al lugar del crimen para recordar. Le enseñaron algunas fotos. Rastros de sangre en el océano. Apuró otro vaso entero.
-He venido al peor sitio del mundo para dejar de beber.
Dijo mirando los animales descuartizados.
Los noruegos sonrieron como se sonríe a otro náufrago perdido en el océano.
-Nosotros también bebemos para olvidar.
Fue su primera noche en la Pousada. Ballenas. Vodka. La Biblia en el cajón. La sangre en el océano. Hombres melancólicos acodados en la barra castigando el hígado hasta encontrar el camino para vomitar cerca de las hortensias azules, bajo la lluvia que nunca cesaba en Ponta Delgada.
Luego visitó un volcán que era un lago. Una iglesia sin santos. Un muelle vacío. Alguien le explicó cómo habían llegado las vacas del continente. Alguien le dijo que, después de las campañas de la caza de ballenas, las islas se habían quedado más solas de lo que ya estaban. Mal sitio para dejar de beber, Ponta Delgada. Mal sitio para recordar los tiempos de la caza de ballena, Ponta Delgada.
En el puerto sólo encontró orientales de mirada huidiza que trabajaban en las flotas de altura que iban a la campaña del fletán a Terranova. Esclavos.
Recordó cuando le dijo a su padre hace unos días:
-Me voy a las Azores.
- ¿Las Azores?
-Me hará bien desaparecer del mapa.
-Hay que joderse ¡por si fuera poca la borrasca!
Le respondió.
Tras el recuerdo volvió al libro que le acompañaba. De nuevo la cal húmeda le subió desde las fosas nasales.
-Mezcal.
Dijo el cónsul.
Leyó.
-Otra ronda.
Ordenó uno de los cazadores de ballenas que por muchos tragos que llevara parecía no emborracharse nunca.
-No hay que perder de vista al monstruo.
Se tapó los ojos.
-Nunca, por Dios.
Dijo su compañero y escupió al suelo como escupen los marineros.
Llevaba cuatro noches y cinco mañanas en un lugar que se puede recorrer en una mañana.
Había vuelto a emborracharse de la peor manera posible: a conciencia.
Los barcos tampoco podían navegar a Pico o a Flores.
Mau tempo no canal, repetían los lugareños.
Entonces, la última noche, harto de hablar solo con borrachos o camareros, le preguntó al taxista que siempre aguardaba a la entrada de la Pousada.
- ¿Hay alguna discoteca en la isla?
Era aquel un tiempo de discotecas.
- No señor. No hay discotecas.
- ¿Y algo que se le parezca?
El taxista meditó un momento.
-Una verbena en un pueblo.
-Vamos.
Una verbena portuguesa en una isla perdida en el océano es un velatorio. Cuando llegó se acodó a la barra entre la dura mirada de los lugareños. La cerveza estaba caliente. Tomó dos sagres y miró la orquestilla que malamente atacaba una canción pasada de moda.
Alguien se le acercó.
-¿Italiano?
-Español.
-¿Busca compañía?
-No.
-¿Por qué no?
-Porque no.
Apuró la cerveja cuando empezó la desbandada por la tormenta. Todos corrían a los coches. Y el sitio se fue vaciando. Preguntó si alguien iba a Ponta Delgada. Le miraron con desconfianza. Preguntó si había manera de llamar un taxi. Se rieron. Pasado un rato el hombre que sacudía el agua del toldo le invitó a irse. Se había tomados dos cervezas calientes y estaba solo, más solo que nunca. Salió a la carretera, mojado, con la mochila a la espalda. Los últimos coches iban con gente subida a los pescantes y el resto eran motos que hacían un ruido infernal.
-Cristo.
Dijo alguien al pasar.
Miró una indicación en un mojón de piedra: Ponta Delgada 23 km. Caminó por la carretera oscura y llena de baches por donde los coches hacía rato que habían dejado de pasar. Las indicaciones fueron también desapareciendo en la noche. Siguió caminando hasta que en un recodo vio a lo lejos las luces de lo que debía ser Ponta Delgada. Caminó hasta llegar a la Pousada. Volvió a Lou Reed. Echaba de menos la tierra firme, el continente, aquella soledad le estaba consumiendo. A la mañana siguiente el mismo taxista le preguntó con una sonrisa malévola.
- ¿Qué tal la fiesta?
-Linda.
Le respondió como si nada de aquello hubiera tenido lugar. Como si no hubiera estado jamás en Ponta Delgada. Como si su vida entera empezara a desprender un fuerte olor a perro mojado.
*Ramón Reboiras es autor de El Chevrolet de Pessoa (La Umbría y la Solana, 2024).
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