Un tiempo familiar Luis García Montero
Si supiera cantar me salvaría
Al poco de morirse el abuelo, mi madre me encontró escuchando a Fosforito. "A mi padre le gustaba mucho. Lo oía en la radio, junto al tío Manuel. La abuela decía que el abuelo cantaba muy bien los fandangos. Yo nunca lo escuché". En treinta y dos años, primera noticia: si esos eran todos los secretos familiares, podía dormir tranquilo.
La familia de mi madre pertenece esa escuela andaluza que piensa que la alegría es sospechosa. Cuando éramos pequeños, fastidiábamos al abuelo amenizándole los turrones con un estruendoso villancico que, cantado a coro, cuenta cómo, dónde y cuándo bajaban los pastores. Él, claro, intentaba boicotear la maniobra con sus mejores mohines, privándonos con sus severidades de su pasado cantarín.
Un buen amigo culpa de sus resacas al exceso de diversión. "Anoche me lo pasé demasiado bien". Según parece, hay una cantidad de felicidad aceptable: si te excedes, catástrofe. Uno puede ser una persona jovial, pero cuidado con convertirse en alguien de vida alegre. La otra abuela, no obstante, me salió jacarandosa y ha combatido su decena de achaques con chascarrillos y buena cara. Una vez, una vecina le preguntó que con los remiendos que tenía, cómo era que no paraba de reírse. "Cada día soy más vieja, más pequeña y más fea, ¿además quieres que llore?" Incluso ahora, que tiene la cabeza vencida, repite, entre ida y venida, lo feliz que fue en su infancia pese a lo poco que tenían. Esta semana, almorzando con ella, intentaba recordar la letra de un villancico que trinaba con sus hermanas y la tatarabuela Carmen. Cuando nos vemos y la noto perdida, le musito la letra del tanguillo de los duros, que tanto en Cái dieron que hablar. Ella repiquetea con los dedos sobre la mesa y se burla de la suegra avariciosa que sale en la coplilla.
El karaoke es la antítesis del coro, esa amalgama donde las gargantas más preciosas suplen los defectos de las más torpes. Ni ‘Operación Triunfo’ ni ‘Got Talent’: muera el brillo narcisista y vivan las zambombas
Se canta poco, creo. Supongo que cambió la moda y que el trabajo de oficina casa mal con los cantes de trilla. También, que la música se ha vuelto portátil y con dos clics te ahorras el esfuerzo vocal. Hace años, veía a Jon Sistiaga entrevistar a una anciana italiana que había pasado el siglo. La mujer, erguida sobre la cama, recordaba sus mocedades: "Eravamo giovani e cantavamo". "Las voces entraban por las ventanas y la gente se asomaba a mirarnos". En nuestros días, según me cuentan, crece trágicamente la execrable concurrencia de los karaokes, unos tugurios donde sujetos sin solfeo se amorran al micrófono entre cubata y cubata. Subir, desgañitarse uno solo y que pase el siguiente. El individualismo, llevado a su expresión más ridícula.
El karaoke es la antítesis del coro, esa amalgama donde las gargantas más preciosas suplen los defectos de las más torpes. Ni Operación Triunfo ni Got Talent: muera el brillo narcisista y vivan las zambombas. Una utopía, oigan: una pequeña comunidad de voces. A veces me repito esa frase que le leí a Mayorga, el dramaturgo: "si supiera cantar, me salvaría". No tengo facultades, ya lo siento. También, de aquel verso de Hernández, que cantando esperaba a la muerte, "que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas".
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