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La socialdemocracia recupera posiciones ante el fracaso neoliberal y el miedo a la ultraderecha

Marchena adelanta por la derecha

“Fallamos: Que sin pronunciarnos sobre el fondo del asunto, debemos declarar y declaramos la falta de jurisdicción de esta sala para conocer de las presentes actuaciones, relativas a la inscripción en el Registro de Asociaciones Políticas de la promovida con la denominación de Partido Comunista de España (...) acordando, por tanto, su devolución a dicho Ministerio (de la Gobernación)...”

1 de abril de 1977. Sala Cuarta del Tribunal Supremo (Ver aquí)

Hay hechos que han pasado bastante inadvertidos en los numerosos relatos sobre la transición política de la dictadura franquista a la democracia. Uno de ellos fue apuntado por el profesor Ignacio Sánchez-Cuenca este martes durante la presentación del ensayo La Transición según los espías, de Jorge Urdánoz (ver aquí). Uno de los hitos fundacionales de la transición es el de la legalización del Partido Comunista de España (PCE). Suele atribuirse casi únicamente a la “osadía” o “valentía” de Adolfo Suárez, que se enfrentó (y engañó) a la cúpula militar franquista para sacar de la clandestinidad a la formación de Santiago Carrillo en la noche del sábado santo de 1977. Pero antes, el Gobierno había trasladado al Tribunal Supremo el expediente sobre la inscripción del PCE en el Registro de Asociaciones Políticas. Pues bien: la Sala Cuarta del alto tribunal, compuesta por unos señores expertos en aplicar el Estado de derecho (del Movimiento Nacional), se declaró incompetente y devolvió el asunto al Ministerio para que fueran las instancias políticas quienes tomaran la decisión que considerasen oportuna. Nadie sabe qué hubiera ocurrido si el Supremo se hubiese pronunciado en contra de la legalización del Partido Comunista, pero desde luego la hoja de ruta marcada por Torcuato Fernández Miranda (“de la ley a la ley”) se hubiera quebrado.

Lo que señalaba sagazmente Sánchez-Cuenca era el hecho de que aquel Supremo respetara el ámbito de decisión del Ejecutivo en un asunto clave para la recuperación de la democracia y, 47 años después, otra Sala del alto tribunal haga una interpretación “creativa” para no aplicar una decisión del Ejecutivo y del Parlamento que es clave para la recuperación de la convivencia en y con Cataluña. Se diría que vamos avanzando en el sentido de los cangrejos si se trata de la separación de poderes. 

Sostiene Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda y referente de un sector de jueces y fiscales que consideran una misión personal “salvar España” de las hordas separatistas y zurdas (ver aquí), que el delito de malversación que se atribuye a los principales dirigentes del procés no cabe en la ley de amnistía porque interpretan (él y otros cuatro miembros del tribunal) que el desvío de fondos públicos para el referéndum ilegal del 1 de octubre tenía el propósito de “obtener un beneficio personal de carácter patrimonial” (ver aquí). Como no hay un solo indicio de que ninguno de los amnistiados se haya llevado un euro a su bolsillo, el ponente/presidente/referente Marchena argumenta que los máximos responsables políticos usaron “ingentes partidas presupuestarias” en lugar de poner ellos ese dinero de sus cuentas, y por tanto el procés les ha reportado “un ahorro significativo” que pasa a ser considerado beneficio personal con ánimo de lucro. Es decir, se trata de esa “corrupción personal” que quedaría fuera del amparo de la amnistía. 

Hay un voto particular de la magistrada Ana Ferrer (también firmante de la durísima sentencia del procés) que denuncia con claridad y contundencia el disparate: “Podemos discutir la constitucionalidad de la ley, o su adaptación al derecho comunitario, pero lo que no podemos los jueces es hacer interpretaciones que impidan la vigencia de la norma”. Es tal cual: la sala segunda del Supremo se pasa por el arco del triunfo la voluntad del legislador con una pirueta interpretativa destinada a esquivar la total ausencia de pruebas de enriquecimiento personal en este asunto. Volviendo a los años de la Transición, a uno le recuerda a aquellas manifestaciones en las que “los estudiantes volaban”, en una interpretación también “creativa” para justificar la versión oficial de que los policías sólo disparaban “al aire” cuando algún manifestante acababa asesinado.

Venimos denunciando en estas páginas que la actuación de determinados (e identificados) sectores de la justicia es probablemente el mayor problema democrático que hoy por hoy afrontamos. Y tiene o puede tener consecuencias políticas graves, para alegría de los poderes políticos y mediáticos decididos a interrumpir cuanto antes (y como sea) la legislatura nacida el pasado 23 de julio. Decisiones como la firmada por la Sala Segunda derivan a las pocas horas en titulares como este de El Mundo: “El fiasco de la amnistía a Puigdemont pone cuesta arriba la investidura de Illa y el plan de Sánchez para agotar la legislatura” (ver aquí). Pues eso.

Ya ninguna institución es “legítima” para las derechas si no la controlan, por mayoría o “desde detrás”. Sin disimulo

Si alguien creía que el (bienvenido) acuerdo para la renovación del Poder Judicial tras cinco años y cinco meses de bloqueo abriría una etapa de mayor sentido de Estado, moderación o responsabilidad por parte de la derecha política, mediática y judicial, habrá comprobado ya en la última semana que no va a ocurrir. Se sabía que la última palabra sobre la amnistía (como sobre los ERE) la tiene el Tribunal Constitucional. Feijóo necesitaba ejecutar una pirueta de perfil moderado que le retratara como supuesto defensor de la “independencia judicial” para a los pocos días proclamar que “este” TC “no es imparcial”. Da igual que “este” Tribunal Constitucional esté compuesto por los nombres que en su día pactaron precisamente el PP y el PSOE (ver aquí). Se trata de deslegitimar el Constitucional como en su día el PP deslegitimó al Gobierno salido de la moción de censura en 2018 o a las coaliciones de gobierno fruto de las distintas citas electorales. Se trata de que un tal Peinado estire el chicle de una imputación de Begoña Gómez tan creativa como la de Marchena para mantener una sombra de corrupción sobre la presidencia del Ejecutivo. Ya ninguna institución es “legítima” para las derechas si no la controlan, por mayoría o “desde detrás” (ver aquí). Sin disimulo.

Este jueves se presentaba otro ensayo interesante sobre los tiempos finales del franquismo y los primeros de la restaurada democracia (ver aquí). Lo firma José María Barreda, socialdemócrata que militó en el PCE en la lucha antifranquista. En él recuerda que la dicotomía que había que resolver entonces no era entre “reforma o ruptura” sino entre “dictadura o democracia”. Vivimos tiempos veloces, gaseosos, cargados de ruido y de furia, en los que afrontamos de nuevo una compleja dicotomía: se trata de desarrollar y perfeccionar la democracia o de caer en fórmulas autoritarias con distintos disfraces, más o menos populistas, demagógicos o directamente extremistas. (Atentos a Francia).

P.D. Aprovecho este espacio para agradecer de corazón los numerosos mensajes acerca del capítulo que me dedicó la semana pasada la serie documental En Primicia de TVE. Me he sentido abrumado, y especialmente orgulloso de compartir una forma de entender el periodismo con un magnífico equipo profesional encabezado por Daniel Basteiro, y de percibir el apoyo generoso de miles de socias y socios que hacen posible este proyecto. Sigamos corriendo la voz

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