Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Entender a los votantes ultras
De todo lo que nos dejó el pasado 9 de junio esto es, sin duda, lo más urgente que cualquier demócrata debe hacer. Entender los motivos que han llevado a la ultraderecha a crecer un 1,6%. Sí, sólo un 1,6% en el conjunto de Europa, y tan importante es recordar el dato para no generar una falsa sensación de arrolladora victoria que poco ayudaría a entender lo ocurrido, como analizar los motivos que nos han traído hasta aquí.
La dificultad aumenta si se quiere hacer a escala europea, porque los votantes de Le Pen en Francia no son los mismos que quienes optan por formaciones ultras en España o quienes votan a Alternativa por Alemania o a la Alianza Sahra Wagenknecht (BSW). En unos casos, como en el de Le Pen, hace años que esa oferta electoral penetró con fuerza en electorados de rentas bajas, y en quienes miran con desconfianza, recelo e ira la forma de vida cosmopolita y sofisticada de empresarios e intelectuales franceses. ¿De qué se extraña Macron? Por si hubiera dudas, este mapa lo deja claro. En Alemania la Historia y lo peculiar del proceso de unificación acuden al rescate para fundamentar parte de la explicación: Este mapa ha corrido como la pólvora desde el pasado domingo. El malestar de la globalización tenía que plasmarse en los mapas, en la vuelta al territorio.
En España se han dedicado ya numerosos análisis a identificar al votante tipo de Se Acabó la Fiesta, el elemento más novedoso del 9-J. Con alguna matización, todos describen a un varón de 45 años para abajo, con formación media (módulo superior, FP…), con trabajo pero sin grandes posibilidades de prosperar, de ciudades medias de entre 100.000 y 200.000 habitantes en los que hay un porcentaje de población migrante por encima de la media del resto de España. Se siente medio, mediano y mediocre ante el espejismo de la felicidad permanente que proyectan continuamente redes cargadas de filtros, y desata su frustración contra aquello que le perturba: la revolución feminista que le obliga a adoptar un nuevo rol que no sabe cuál es y ante el que se encuentra desubicado, inseguro y lleno de dudas; la transición ecológica que le suena a coche eléctrico, cantimploras de aluminio cuqui y mochilas hechas con plástico reciclado de universitarios que no dan palo al agua; y por supuesto, los inmigrantes, esos diferentes a los que no entiende pero ante los que se siente amenazado.
Muchos de los votantes a partidos ultras europeos son los que tienen miedo de ser los siguientes perdedores de la globalización. Y estos pueden tener características distintas en cada país
En el fondo, tampoco aquí hay nada nuevo, lo vimos ya en quienes votaron a Trump. Contra lo que decían primeros análisis muy extendidos pero poco rigurosos, los votantes de Trump no fueron los perdedores de la globalización, esos ya no votaron entonces y siguen sin hacerlo ahora, ni allá ni aquí. Los votantes de Trump, como muchos de los de los partidos ultras europeos, son los que tienen miedo de ser los siguientes perdedores de la globalización. Y estos pueden tener características distintas en cada país.
Viven en un entorno incierto con cambios disruptivos como los tecnológicos, los derivados de la crisis climática o los producidos por la revolución feminista. Comprueban en sus carnes que la desigualdad sigue aumentando, como acaba de corroborar el último informe del Consejo Económico y Social que preside Antón Costas, sufren como nadie el deterioro de los servicios públicos y, sobre todo desde la crisis de 2008 y el posterior austericidio, desconfían poderosamente de cualquier cosa que suene a política y expresan su frustración e impotencia con enmiendas a la totalidad del sistema. Todo lo que suene a establishment es objeto de su ira. Nada nuevo tampoco, ya lo vimos, en una versión contrapuesta, en las plazas del 15M. A posteriori, la extrema derecha ha arrebatado a las izquierdas radicales la bandera de la ruptura y la rebelión.
Esta vez la rabia y la ira las capitalizan estos ultras. En unos casos, porque quienes recogieron los frutos de la indignación han vencido en el enorme avance de valores postmaterialistas como el feminismo o el ecologismo, hoy implantados en la sociedad española de forma muy mayoritaria y transversal, pero han fracasado en levantar esos avances sobre la base material del desarrollo y la democracia, que no es otra que la equidad. La pregunta que nos debemos hacer tampoco es nueva. ¿Cuánta desigualdad pueden soportar las democracias?
La explicación sería muy incompleta si no incluyera también a aquellos otros que, entre rentas altas y muy altas, se oponen frontalmente al avance de todos esos valores postmaterialistas cuya implantación siempre va a suponer un cuestionamiento del poder, una eliminación de privilegios. Justo esos de los que ellos disfrutan.
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