Urge volver a València Pilar Portero
España no es un país corrupto
No perdamos la perspectiva: España no es un país corrupto. Nadie tiene que deslizar un billete de 20 euros para que el pediatra recete un antibiótico a su niño, ni hay que pagar una mordida al profe para que le suban las notas de bachillerato y entrar a la carrera deseada, ni pagar con favores sexuales a un policía de tráfico para evitar o rebajar una multa, como ocurre en otros países. El problema de la corrupción en España está muy localizado en las élites políticas, empresariales, financieras y judiciales, y sobre todo en lo que tiene que ver con los contratos y obras públicas. Tal situación no es ningún consuelo, porque contribuye a corroer la democracia y despliega sobre ella los peores efectos en forma de desafección, pero ayuda a caracterizar el fenómeno y por lo tanto a abordarlo con rigor de forma eficaz.
De los casos que hemos conocido estos días se desprenden algunas conclusiones. El escándalo de El Mediador, cuya onda expansiva aún no se sabe dónde llegará, confirma las dificultades que existen para atajar la corrupción aunque sea de bajo nivel y movilice cantidades pequeñas, pero también pone de manifiesto que se puede actuar con firmeza y celeridad en el momento en que se conocen los primeros indicios, como hizo en este caso el PSOE. Claro que antes conviene que nos interroguemos sobre los controles internos de un partido que alberga a cargos públicos cuyas prácticas corruptas nadie detecta hasta que es demasiado tarde.
El problema de la corrupción en España está muy localizado en las élites políticas, empresariales, financieras y judiciales, y sobre todo en lo que tiene que ver con los contratos y obras públicas
Por otro lado, la publicación de los whatsapps en los que se muestra que el presidente de la Audiencia Nacional aconsejaba y mantenía una relación de estrecha confianza con el secretario de Estado de Seguridad del PP imputado en la Kitchen, revela a las claras la existencia de relaciones perversas que ponen en cuestión la cacareada separación de poderes y resta credibilidad a la justicia, y con ella al conjunto del sistema. Creo que merece la pena recordar que esos mensajes se intercambiaron entre 2019 y 2020, un año después de la moción de censura que sacó a Mariano Rajoy de la Presidencia del Gobierno, cuando supuestamente se había abierto un proceso de reflexión y autocrítica en el Partido Popular. Por si quedaban dudas, esto muestra que no fue así y apunta a una penetración profunda de la cultura del amiguismo, el conchabeo, las malas prácticas y la corrupción en ese entorno, que es nada menos que el de la seguridad pública y la justicia. Quizá por eso todavía le cuesta tanto a la derecha distanciarse de aquello y levantar un dique de contención.
Lo que estos casos concretos apuntan es coherente con lo que hace unas semanas anunciaba Transparencia Internacional en su informe anual. España lleva dos años consecutivos bajando un punto en el Índice de Percepción de la Corrupción. Un punto en sí mismo no es nada, pero confirma que se está observando un claro estancamiento en la lucha contra las prácticas corruptas. España ocupa el puesto 35 de 180 en este ranking global, y el lugar 14 de los 27 países de la Unión Europea, dos puntos por debajo de Portugal y Lituania (62/100) y sólo un punto por encima de Letonia (59/100).
A esto hay que sumar retrasos en reformas importantes, como la regulación de los lobbies —parada en el Congreso de los Diputados desde hace casi dos años—, la tardía y deficiente transposición de la directiva de protección a alertadores de corrupción, o la falta de un marco adecuado de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno en el conjunto de las instituciones del Estado. infoLibre lo ha podido comprobar, por ejemplo, en su trabajo sobre la gestión de las residencias de mayores durante la pandemia.
Todos estos datos apuntan a tres evidencias. La primera, que la corrupción en algunas partes localizadas del sistema sigue existiendo y se antoja difícil pensar que pueda desaparecer a corto y medio plazo. En segundo lugar, que hay que articular sin dilación alguna todas las medidas de prevención que impidan que estos hechos se sigan produciendo. Los retrasos o carencias antes enunciados, entre otros, no pueden continuar así. Urge extremar todas las precauciones. Y finalmente, ante las primeras sospechas, tolerancia cero: suspensión de militancia y abandono de todo cargo público. Si posteriormente se demostrara que dicha conducta corrupta no había sido tal, siempre habría tiempo para reponer en todos sus cargos al afectado. De esto último parecen haber tomado nota tanto el PSOE, con la inmediata “dimisión” de Bernardo Fuertes Curbelo, como el PP, que no podía hacer otra cosa ante el inminente juicio a Alberto Casero por contratos sospechosos en Extremadura que obligarle a renunciar al acta de diputado y pedir la suspensión de militancia en el partido.
Con la disposición adicional quinta de la Ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, el Gobierno se ha comprometido, en un plazo máximo de dieciocho meses, a elaborar y aprobar, junto con las comunidades autónomas, una estrategia nacional contra la corrupción. Ahí hay toda una oportunidad para avanzar, abandonando de manera definitiva la actual rebatiña basada en el “y tú más” con el que los principales partidos se tirotean unos a otros como si a la ciudadanía pudiera consolarse que en todas partes haya corruptos. Una auténtica fábrica de desafección democrática.
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