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Ganar el Gobierno o perder la oposición

La noche del 23-J, Pedro Sánchez decidió que sólo iba a jugar una opción, la de ganar el gobierno de España. Alberto Núñez Feijóo también entendió esa noche que tenía que luchar por no perder el papel de jefe de la oposición. Sánchez sabía que para conseguir un acuerdo con todos los partidos independentistas necesitaba asumir un riesgo importante que no podía tener marcha atrás. Feijóo tenía claro que corría el peligro de ser defenestrado por sus barones y necesitaba ficcionar que era un ganador, aunque en realidad hubiera perdido la gran batalla por gobernar este país.

Desde el 23-J hasta ahora, la estrategia apenas ha cambiado en ambos líderes, aunque con matices importantes. Sánchez ha asumido en estas semanas un evidente desgaste, una vez aceptada la exigencia de la amnistía marcada por el independentismo catalán. Era consciente de que el rechazo que la medida pudiera tener entre sus votantes se convertiría en irrelevante si conseguía la investidura. En esta coyuntura, Feijóo ha tenido que atender otro frente. El entendimiento del PSOE con los independentistas le ha trasladado a otro campo de batalla, el de luchar por ganar la oposición frente a la oportunidad que se le abría a Vox de radicalizar la tensión política. Al final, Sánchez lucha por ganar el Gobierno, mientras Feijóo pelea por no perder la oposición.

El balance en el PSOE

El resultado de la consulta entre la militancia socialista y el de las encuestas realizadas estos días, como la de 40Db para El País y la SER, han sonado a música celestial en Moncloa. El apoyo de los militantes ronda el 90% en la mayoría de los territorios y en las comunidades donde los líderes regionales se han mostrado críticos con la apuesta de la amnistía, como Castilla-La Mancha o Aragón, el respaldo a Sánchez se sitúa en torno al 80%. Por otro lado, entre los votantes socialistas, apenas se percibe retroceso. Pese a la manifiesta incomodidad de una parte de ellos con el pacto con el independentismo, parece primar su deseo de alcanzar el gobierno.

Tenemos una oposición que ha decidido desde hace ya unos años pasar al activismo radical, recurrir a la desestabilización y el boicot mediante la violencia verbal, el abandono del respeto y la imposición del frentismo

Parece claro que, con la investidura aún en el aire, Pedro Sánchez sabe que la decisión tomada abre una incógnita a medio plazo, dependiendo de la evolución de la convivencia política y social en Cataluña. A su favor juega el tiempo. Tiene cuatro años por delante para controlar el impacto de la medida y confía en que, al igual que ocurriera con los indultos, cuando toque hacer balance, éste sea abrumadoramente positivo. La evolución se irá viendo en los diferentes procesos electorales que tendrán lugar los próximos meses, con el foco principal puesto en los comicios en Cataluña, previstos para 2025.

El futuro en Cataluña 

Para el PSOE y el PP será trascendental cómo se vea el asunto catalán a medio plazo. Los socialistas, si las cosas van bien, podrán reivindicar la bondad de la iniciativa y ganar electores moderados, que ahora contemplan con preocupación el movimiento. A favor de Sánchez jugará el hecho del radicalismo hiperbólico y cósmico que el PP ha asumido como bandera. Si la amnistía acaba por ser aceptada socialmente, el voto moderado va a encontrar mal acomodo en un PP centrado en una lucha sin cuartel con Vox por ver quién es capaz de mostrar mejor uso de su armamento nuclear.

Evidentemente, todo sería diferente si el secesionismo catalán reapareciera y el conflicto, en lugar de apaciguarse, se volviera a encender. El PP, en ese caso, podría reafirmar su extremismo actual, aunque no terminaría de encontrarse cómodo. Estar en el gobierno tiene extraordinarias ventajas respecto a vivir arrinconado en una oposición que vive por su lado una guerra interna. Si el independentismo volviera a intentar enfrentarse a la ley, Pedro Sánchez estaría más que legitimado para reaccionar con máxima contundencia frente a un poco previsible intento de ruptura de los acuerdos alcanzados. En ese caso, el PP tendría que enfrentarse al dilema de tener que respaldar al Gobierno, tal y como hizo el PSOE con el 155 de Rajoy, o de volver a situarse fuera del sistema para intentar hacer estallar la legislatura.

Un PP apocalíptico   

La tremenda frustración que supuso para la derecha en España no alcanzar el 23-J una mayoría para gobernar no la terminan de superar. Esa profunda decepción parece ir subiendo de nivel y en estas últimas semanas tiende a materializarse en expresiones y acciones de rabia y de odio. Pasadas ya varias semanas, aparece la duda razonable respecto a si la desmesurada radicalización de Feijóo y los suyos se dirige contra el futuro gobierno o frente a la competencia que supone tanto Vox como el sector más extremista del propio PP, con el madrileñismo ayusista a la cabeza. Al final, en la derecha actual no aparece públicamente una sola voz que reivindique la moderación y la cordura.

La derecha política, mediática, económica y política actúa coordinadamente en una única dirección. Se trata de intentar promover la agitación social y un estado de furia colectiva que consiga lo que sus votos no alcanzan. El ejercicio de la oposición rebasa el libre discurso de discrepancia y su manifestación pública a través de su derecho a plasmarlo en sus votaciones. Tenemos una oposición que ha decidido desde hace ya unos años pasar al activismo radical, recurrir a la desestabilización y el boicot mediante la violencia verbal, el abandono del respeto y la imposición del frentismo.

Efecto de proyección

La utilización de estos métodos antidemocráticos, macarras y violentos se fundamenta en una estrategia manifiesta. Se trata de justificar lo injustificable sobre la base de no reconocer la existencia de una mayoría social y política que tiene el derecho y la obligación de ejercer democráticamente el ejercicio del poder tras el resultado electoral. Lo más llamativo es la fórmula empleada para deslegitimar al poder legítimo. Consiste en explotar hasta sus últimos extremos lo que los psicólogos definen como proyección. Se trata de acusar a los demás de tener tus propios defectos. Ver a quienes tienes enfrente como culpables de cometer los delitos que tú mismo reiteras cada día.

Se acusa a los socialistas de agitar la confrontación, mientras se llama a la movilización contra sus sedes. La imagen de Esperanza Aguirre liderando el corte de tráfico en Ferraz resulta sobrecogedora. Feijóo ha copiado el discurso de Abascal, definiendo a Pedro Sánchez como un político corrupto, mientras aún siguen abiertas las causas de Gürtel y Kitchen en las que los populares son acusados de robar a manos llenas, de utilizar a la policía para tapar sus delitos y de fabricar falsas pruebas para perseguir a sus oponentes políticos. Extienden la acusación de incumplimiento y ruptura de la Constitución, mientras se niegan a cumplirla con descarada impunidad boicoteando la obligada renovación del Poder Judicial.  

En conclusión

La democracia no consiste en que una minoría imponga al resto de la sociedad su criterio. La democracia se fundamenta en la conformación de mayorías lo más amplias posibles que alcancen consensos, mediante el diálogo y la negociación, para poder resolver los problemas que inevitablemente surgen cada día. Para que la democracia funcione y la convivencia se desarrolle con normalidad es indispensable que este principio básico de respeto a la opinión mayoritaria se acepte. 

En España, 350 diputados y diputadas representan a todos los españoles. Sus decisiones nos representan a todos. Pueden discutir o negociar; acordar o discrepar; alegrarse o enfadarse. Pero, al final, deben votar y aceptar el resultado de lo que se decida. Sin embargo, la derecha política, mediática, económica y judicial en España parecen tener alguna dificultad para asimilarlo. 

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