Urge volver a València Pilar Portero
De los discursos de odio a las prácticas violentas
No son infrecuentes los insultos racistas en los campos de fútbol españoles. Vinicius Jr. viene siendo objeto de ellos de manera reiterada. La última vez ha sido en el partido del Real Madrid con el Valencia en el campo de Mestalla. En un principio el foco se puso en los insultos en el terreno de juego y se quiso reducirlos a dos personas “mal educadas” para quitar importancia a la agresión verbal contra el jugador madridista. ¡Error, inmenso error! El ambiente racista se vive a diario en los campos de fútbol de nuestro país. En este caso comenzó con la llegada de los futbolistas del Real Madrid, que fueron recibidos con una agresividad verbal inesperada. Cientos de personas llamaron a Vinicius Jr. puto mono, gritaron insultos racistas imitando los sonidos de los monos, llamaron hijos de putas a los jugadores madridistas y les desearon la muerte. Es en ese contexto en el que hay que situar su gravedad dentro de los campos de fútbol.
Utilicé al comienzo la palabra “objeto” intencionadamente porque las personas racistas reducen a meros objetos despreciables a quienes insultan negándoles su dignidad como personas. Las personas agresoras tenían que haber sido conscientes de que eran ellas mismas las que estaban perdiendo su dignidad en ese momento. No se trata de un fenómeno individual, sino de un fenómeno estructural instalado en el imaginario social de manera más extendida y profunda de lo que emerge externamente.
Este tipo de comportamientos no pueden ser considerados accidentes irrelevantes, hay que tomarlos en serio por su gravedad y persistencia y por la tendencia a normalizarlos no solo por parte de la ciudadanía, sino también de algunos dirigentes deportivos y políticos e incluso de los jueces, que dan carpetazo a las denuncias. Y eso es más grave todavía.
Los discursos y delitos racistas no son fenómenos aislados que se produzcan solo en los estadios por el furor del público. Conforman un continuum con los que se dirigen contra las minorías religiosas, étnicas, culturales, el movimiento feminista, los colectivos inmigrantes y refugiados, las personas LGTBIQ, los adversarios políticos, etc. Ese es el problema que hay que atajar desde la educación en la familia, la escuela, las asociaciones vecinales, los movimientos sociales, los sindicatos, los partidos políticos, las asociaciones de padres y madres de alumnos y alumnas, deportivas, estudiantiles, profesionales, religiosas, culturales y las ONG’s.
No se trata de un fenómeno individual, sino de un fenómeno estructural instalado en el imaginario social de manera más extendida y profunda de lo que emerge externamente
La extrema derecha, en alianza con las organizaciones religiosas integristas y fundamentalistas, tiene una responsabilidad no pequeña en tales delitos y discursos en la medida en que provocan, promueven y alimentan la islamofobia, la xenofobia, el racismo, el antisemitismo, el supremacismo blanco, la aporofobia, la consideración del feminismo como feminazismo, el negacionismo de la violencia de género, la condena de la teoría de género a la que llaman despectivamente “ideología de género” cuando se trata de una teoría fundada científica, filosófica y antropológicamente. Y lo hacen a través de la dialéctica amigo-enemigo, nosotros-ellos, personas nativas con todos los derechos-extranjeras carentes de los mismos.
En su libro La obsolescencia del odio (PRE-TEXTOS, Valencia, 2019), el intelectual pacifista alemán Günther Anders (1900-1992) considera que “el vulgar y casi universalmente aceptado Yo odio, por tanto, yo soy, u Odio, por tanto existo’” es hoy “más verdadero que el famoso cogito ergo sum de Descartes”. El odio es “la autoafirmación y la auto-constitución por medio de la negación y la aniquilación del otro". Estamos ante lo contrario al imperativo categórico kantiano que pide tratar a las demás personas como fines y no como medios.
Sucede, además, que la negación de las otras personas a través del odio suele producir placer. Por ejemplo, el torturador disfruta en el acto de torturar: “Odio y placer acaban siendo una sola y misma cosa”, dice Anders. Cuanto más se extiende y más veces se repite el acto de odio, más tiende a extenderse el placer del odio y el placer del ser en sí mismo.
Si la filosofía africana Ubuntu afirma: “Yo soy solo si tú también eres”, los discursos de odio vienen a decir: “El otro no debe existir para que yo exista; él ya no existe, por tanto, yo existo como el único que queda”. Se llega así al placer del odio, que constituye su culminación y desemboca con frecuencia en actitudes y prácticas violentas.
¿Cómo responder a los discursos de odio, que tienden a desembocar en prácticas violentas? Ofrezco dos propuestas: la primera, reconocer y respetar la igual dignidad y derechos de todos los seres humanos; la segunda, construir comunidades integradoras del pluriverso étnico, cultural, religioso, político, afectivo-sexual, donde quepamos todas y todos, también la naturaleza, practicando la eco-fraternidad-sororidad, la ciudadanía global y la cuidadanía (de cuidados).
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Juan José Tamayo es teólogo de la liberación y autor de 'Teologías del Sur. El giro descolonizador' (Editorial Trotta).
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