“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
Fuera de juego
El pasado mes de febrero, días después de la invasión de Ucrania por tropas de la Federación Rusa, cuarenta y tres estados parte del Estatuto de Roma, España entre ellos, presentaron una denuncia ante la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, que abrió inmediatamente una investigación y ha destacado sobre el terreno un equipo encargado de recoger testimonios y otras evidencias.
Rusia y Ucrania no han ratificado el Estatuto, pero las declaraciones ad hoc de Ucrania, formuladas a partir de la revolución del Maidan que depuso al régimen pro-ruso de Yanuvchenko, confieren a la Corte Penal jurisdicción para investigar y perseguir los crímenes de guerra y contra la humanidad que estén cometiéndose en aquel país.
El esfuerzo de la Fiscalía internacional, no obstante, será en vano si no cuenta con la cooperación de los Estados, porque el fiscal tiene la jurisdicción, pero no las herramientas para ejercerla: no puede detener a los inculpados ni interceptar sus comunicaciones, ordenar registros, bloquear cuentas o confiscar bienes. No podrá probar los delitos ni llevar a juicio a los responsables sin la cooperación de las fiscalías y los tribunales de los Estados.
Además, el Estatuto reserva a la Corte únicamente el enjuiciamiento de los máximos responsables. Los demás deberán ser enjuiciados ante los tribunales ucranianos y los tribunales nacionales de los Estados parte que puedan ejercer su jurisdicción extraterritorial. No es el caso de España.
Nuestros tribunales tienen jurisdicción para perseguir los crímenes cometidos en nuestro territorio. Esta regla básica, conocida como principio de territorialidad, conoce sin embargo notables excepciones, establecidas en España desde tiempo inmemorial en forma análoga a la regulación de todos los países de nuestro entorno. Nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 ya atribuía a los tribunales españoles jurisdicción para perseguir los crímenes internacionales cometidos fuera de nuestras fronteras. Es lo que conocemos como principio de jurisdicción universal, y significa que los crímenes contra todos debemos perseguirlos entre todos.
En 1870 eran únicamente los crímenes contra el derecho de gentes y la piratería, pero a su debido tiempo se fueron incorporando el genocidio, los crímenes de guerra y, finalmente, los crímenes contra la humanidad. Esa ley, tan antigua que fue sancionada por el regente general Francisco Serrano —que había depuesto a Isabel II y terminaría ofreciendo la corona a Amadeo de Saboya— era supuestamente provisional, como el Gobierno que la promulgó, pero se mantuvo vigente hasta 1985.
La Ley de 1985 modernizó los procedimientos de cooperación penal y de atribución jurisdiccional y permitió a España ponerse al nivel del resto de países europeos occidentales. Fruto de su vigencia fueron las causas de jurisdicción universal seguidas ante nuestra Audiencia Nacional: la persecución a partir de 1996 de los crímenes de las dictaduras argentina y chilena. El precedente del caso Pinochet, mucho más valorado fuera de España que en nuestro propio país, es una de nuestras mayores contribuciones al derecho internacional y constituye hoy el referente mundial para la exigencia de responsabilidad penal a los jefes de Estado.
El precedente del 'caso Pinochet' es una de nuestras mayores contribuciones al derecho internacional y constituye hoy el referente mundial para la exigencia de responsabilidad penal a los jefes de Estado
Esa aportación de la jurisdicción española a la justicia internacional se truncó abruptamente en 2014 con una reforma de la Ley –aprobada, según se dijo entonces, por presiones de Estados Unidos y de China, para que dejáramos de investigar Guantánamo y el Tíbet— que restringió el principio de universalidad como criterio de atribución de jurisdicción hasta dejarlo prácticamente irreconocible. Hemos guardado celosamente nuestra competencia para enjuiciar delitos cometidos por españoles en el extranjero, pero hacemos virtualmente imposible la persecución de los crímenes internacionales cometidos por extranjeros fuera de nuestro territorio.
Dispone la Ley reformada de 2014 que nuestros tribunales serán competentes para conocer de los delitos de genocidio, crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos fuera del territorio nacional únicamente cuando el procedimiento se dirija contra un español, contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España, o contra un extranjero que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas. Otro tanto se ha dispuesto para los delitos de terrorismo cometidos fuera de España, de los que solo nos atribuimos competencia si la víctima o el inculpado son españoles.
No es probable que ciudadanos españoles o extranjeros residentes en nuestro país cometan crímenes de guerra en Ucrania. Sí es bien posible, por el contrario, que —antes o después— un criminal de guerra extranjero venga a nuestro país por negocios o de vacaciones, o transite por uno de nuestros aeropuertos. Las autoridades españolas no podrán detenerle, y menos aún investigarle, procesarle o enjuiciarle. Solo en caso de que otro Estado o la Corte Penal nos lo pidan, podríamos considerar la pertinencia de su detención y entrega. Y solo en el caso —de todo punto inverosímil— de que denegásemos aquella solicitud, deberíamos enjuiciarle en nuestro país.
Tal disposición está en abierta contradicción con las obligaciones de investigación y persecución de crímenes internacionales establecidas, entre otras, en las Convenciones de Ginebra. La reforma, a pesar de ello, ha sido convalidada por nuestro Tribunal Constitucional.
Las expectativas de que nuestra jurisprudencia rectifique y reconozca la obligatoriedad de la persecución de los crímenes internacionales en los términos establecidos en los tratados ratificados por España son escasas. Como ejemplo, cabe señalar la reciente sentencia de la Audiencia Nacional por el asesinato de Ignacio Ellacuría: condena al responsable de las muertes por el asesinato de los jesuitas españoles, pero le absuelve —por falta de jurisdicción para enjuiciarle— por los asesinatos de las víctimas salvadoreñas.
La situación es peor aún en nuestra relación con la Corte Penal Internacional. Su jurisdicción es complementaria según el Estatuto de Roma, pues la Corte la ejerce únicamente cuando los Estados que deben investigar y perseguir los crímenes no puedan o no quieran hacerlo.
España le dio la vuelta a ese principio de complementariedad mediante la L.O. 18/2003, aprobada inmediatamente después de nuestra participación en la invasión de Irak, y ahora ejercemos nuestra jurisdicción sobre los crímenes del Estatuto, salvo para inculpados españoles, únicamente cuando la Corte Penal no quiera o no pueda hacerlo. En los demás casos, nuestros jueces se abstendrán de todo procedimiento, limitándose a informar al denunciante de la posibilidad de acudir directamente al fiscal de la Corte.
En 2021, Alemania, Bélgica, Finlandia, Francia, Holanda, Hungría, Italia, Lituania, Suecia y Suiza han ejercido su jurisdicción extraterritorial en más de cincuenta casos contra extranjeros que fueron detenidos en esos países por crímenes internacionales cometidos en la ex Yugoslavia, Libia, Siria, Ruanda, Congo, Irak y tantos otros lugares fuera de su territorio. España no puede hacerlo. Mientras no reformemos las leyes que limitan nuestra jurisdicción, seguiremos fuera de juego.
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Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.
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