El fin justifica los miedos (¿o es al revés?)
En democracia no tiene sentido afirmar que el fin justifica los medios porque ella, en definitiva, no es otra cosa que un entramado de medios —de instrumentos, de herramientas— que no tienen un fin propiamente dicho sino un horizonte: conseguir vivir juntos de la mejor manera posible o, si lo prefieren, materializar un ideal de vida buena susceptible de ser aceptado por (y aplicado a) la totalidad de los ciudadanos. Con un matiz sustancial que no cabe olvidar: dicho entramado de medios solo puede constituir un fin en un supuesto, el de que no se disfrute de ellos, esto es, en situaciones no democráticas.
Por ello, no debería resultar legítimo plantear como poco menos que incuestionables, en el debate democrático ordinario, determinados fines, de tal manera que para la defensa de los mismos todo medio quedaría justificado. Entre otras razones porque la valoración de cualquier fin que se proponga no puede darse por descontada nunca, sino que debe llevarse a cabo en la plaza pública, deliberación mediante. En realidad, quienes intentan soslayar dicho debate acostumbran a hacerlo invocando una instancia de carácter superior, por no decir supremo, que esté por encima de toda deliberación y cuya mera invocación acalle el más contundente de los argumentos. Esto vale para quienes apelan a la defensa de los más débiles y de los excluidos, pero también valdría para quienes hacen de la defensa de la patria (sea esta cual sea, por descontado) su primordial bandera.
Dejemos ahora de lado un asunto nada menor, el de qué pueden estar dispuestos a hacer quienes se acogen a tales planteamientos, esto es, quienes entienden que la instancia de la que ellos se consideran únicos defensores y exclusivos representantes se encuentra amenazada. Cuando todavía estaba en campaña el que es hoy presidente argentino, Javier Milei, lo declaraba con inequívoca rotundidad: “Si la patria peligra, todo está permitido”. Análogamente, tampoco faltan los que, desde la otra orilla, se consideran autorizados a decidir quién cumple las condiciones para ser considerado auténtico demócrata y quién no, dando por descontado que los que no obtengan su placet deben quedar directamente excluidos del debate —cordón sanitario mediante— acerca de aquello que a todos concierne, por más respaldo popular que hayan podido obtener.
En todo caso, no debería venirnos de nuevas semejante planteamiento. En buena medida era el que ya funcionaba durante los años de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, con un Partido Popular echado al monte, cuestionando la españolidad del Partido Socialista (especialmente por su actitud respecto al Estatut de Cataluña), y con este último deslizando de manera permanente la insidia de que la derecha poseía una irreprimible pulsión autoritaria que le llevaba a añorar secretamente el franquismo. Vista la cosa con una cierta perspectiva, algo tuvo aquella etapa de ensayo general de la que ahora estamos viviendo. Con el agravante de que en nuestros días la polarización parece haberse interiorizado tanto por parte de los propios ciudadanos que se diría que se ha producido un auténtico enquistamiento de la misma. Frente a lo que dijera en la pasada década uno de aquellos novísimos de la política, hoy prematuramente jubilado (a su pesar), no se trata de que el miedo haya cambiado de bando: es que el miedo ha acampado en todos los bandos, y está por ver que eso sea una buena noticia.
No lo parece, ciertamente, desde el momento en el que hace recaer sobre este registro emotivo el peso de la carga de las decisiones políticas de los ciudadanos. Por supuesto que siempre cabe argumentar que no son por completo excluyentes la argumentación y la emoción, y que incluso una instancia puede convertirse en un elemento de refuerzo de la otra. Pero eso, que en abstracto resulta un planteamiento atendible, no está claro que funcione a la hora de adoptar decisiones concretas. Tal vez se entienda mejor lo que pretendo decir si formulo esto mismo en forma de una pregunta: ¿son más sólidos los motivos de quien declara tener miedo a la extrema derecha porque amenaza con dañar severamente las conquistas alcanzadas y los derechos reconocidos o quien dice tener miedo al independentismo porque pone en serio peligro la integridad territorial de la nación?
¿Son más sólidos los motivos de quien declara tener miedo a la extrema derecha porque amenaza con dañar severamente las conquistas alcanzadas o quien dice tener miedo al independentismo porque pone en peligro la integridad territorial de la nación?
El problema no es la respuesta que se le pueda dar a la pregunta: el problema es que, en nuestros días, la pregunta ni tan siquiera se alcanza a plantear y que, sobre quien ose formular alguna reserva sobre el miedo de los suyos caerán invectivas y denuestos de todo tipo (sobre todo por parte de los aludidos). Pero que ni plantearse pueda el asunto constituye ya un poderoso indicador, no ya solo del enquistamiento que ha alcanzado la polarización, sino del grado de empobrecimiento del debate. Así, no son pocos los que, teniéndose a sí mismos por el no va más del progresismo crítico, dan por descontado que cualquier cosa que, pongamos por caso, proponga Vox, por el mero hecho de que sea precisamente esta fuerza política la que lo proponga, resulta condenable. Pero es obvio que esto plantea dos problemas teórico-prácticos no menores a quien asuma semejante posición.
El primero, que le deja sin argumentos cuando ese mismo tipo de propuesta la plantea alguna otra izquierda (pensemos, por ejemplo, en las medidas anti-inmigración presentadas últimamente por los socialdemócratas alemanes, por no hablar del duro acuerdo firmado por los países nórdicos para la deportación masiva de solicitantes de asilo). El segundo, que, sin abandonar esta misma lógica, todo lo que propongan los tenidos por nuestros será dado por bueno por ese solo hecho. Pero de semejante aceptación, de la que no nos están faltando en los últimos tiempos sobradas muestras, se desprende de manera casi inevitable una consecuencia ciertamente relevante. Porque la mencionada aceptación bloquea toda posibilidad de autocrítica, en la medida en que la presunta bondad de los argumentos emana casi en exclusiva de la presunta bondad de quien los formula (como hemos visto que ocurre a la inversa con la maldad), de tal manera que, si el bondadoso los reformula o incluso los abandona, también de su decisión, sea cual sea, se predica idéntica virtud. Por formularlo con la terminología inicial: todo vale —todo medio queda justificado— si son los buenos (y cada cual se considera a sí mismo incluido en ese grupo) los que tratan de alcanzar sus particulares fines.
Probablemente insistir a estas alturas en la necesidad de que los argumentos racionales ganen peso frente a las apelaciones emotivas, como puede ser la del miedo que venimos comentando, constituya poco menos que una causa perdida. Pero tal vez no lo sea, o no lo sea del todo, invitar a que los ciudadanos practiquen un ejercicio al alcance de cualquiera, y del que no hay que descartar que pudiera desprenderse un resultado clarificador. Porque llama la atención en el debate público cuánto, y con qué facilidad, nos reímos de los miedos ajenos y cuán en serio nos tomamos los propios, tendiendo a considerar su relativización poco menos que como una ofensa personal.
Acaso nos vendría bien hacer el ejercicio de intentar reírnos también de nuestros propios miedos, aunque solo fuera a título de experimento mental. No hay que descartar que al final cayéramos en la cuenta de que lo que tomábamos por cargarnos de razón era en realidad un cargarnos de emoción. Precisamente para no tener que razonar, no fuera caso que los argumentos del otro terminaran por resultar más convincentes que los propios. Y quizá sea eso lo que, de verdad, nos da más miedo.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg).
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