Carta de Virginia P. Alonso a las socias y socios de infoLibre Virginia P. Alonso

En cualquier truco de magia es importante que, en el momento preciso, el embelesado espectador no dirija su mirada al lugar donde el mago ejecuta el escamoteo. Para conseguirlo, un buen ilusionista ha de dominar las técnicas de la distracción. Hay que desviar la atención de la audiencia hacia algo insignificante para que lo importante suceda allí donde no mira. El mago puede también manipular hábilmente la percepción del público para engañarle y convencerlo de haber visto lo que nunca ocurrió. Además, con sus gestos ampulosos y su verborrea, invocará poderes misteriosos y ocultos, que son los verdaderos responsables de lo que allí supuestamente acontece.
Políticos y prestidigitadores tienen mucho que ver. La política parece ser el arte de ejercer el poder mientras se llevan a cabo toda suerte de maniobras de distracción. Un político hábil usará con pericia las diferentes herramientas del ilusionismo.
Por ejemplo, desviar la atención a un asunto menor para que las cuestiones importantes nunca figuren en la actualidad ni en el debate público. Desde las guerras napoleónicas, el patriotismo y las banderas son un clásico. ¿Para qué resolver los problemas sociales si se puede hacer América grande otra vez? ¿Para qué mejorar la vida de los ciudadanos si se pueden enarbolar banderas y enardecer a la población porque España se rompe? Si no tienes casa y apenas te llega para la comida, siempre puedes calentarte y alimentarte con el orgullo patrio.
La okupación es un ejemplo actual. El porcentaje de viviendas okupadas en nuestro país es muy bajo y está en descenso. Sin embargo, políticos, medios y compañías de seguridad nos tienen convencidos de que hay un okupa malvado apostado detrás de cada esquina, esperando a que salgamos a comprar el pan o a pasear al perro para allanar nuestra propiedad y atrincherarse en ella sin solución. El gran problema de la vivienda no es, desde luego, la okupación.
Mejor distraernos con la amenaza migratoria que reconocer que nuestro sistema económico, basado en la competitividad despiadada y la codicia, decae
La distracción hacia lo menos importante combina bien con la distorsión de la percepción. La invasión migratoria es el señuelo internacionalmente de moda. Hordas de torvos extranjeros entran en tropel en nuestros prósperos países para amenazar nuestra paz, nuestra felicidad y nuestra añeja cultura. Que vengan huyendo de lugares asolados por la herencia colonial, de la que nos desentendemos a no ser para seguir sacando partido, que su aportación sea cada vez más necesaria para mantener nuestro bienestar, nada de eso importa. Aunque los mismos políticos que nos previenen vociferando contra ellos, reconocen en voz mucho más queda lo imprescindibles que nos resultan. Pero mejor distraernos con la amenaza migratoria que reconocer que nuestro sistema económico, basado en la competitividad despiadada y la codicia, decae, que se hace más y más disfuncional y es cada vez más injusto para la mayoría. Que se lo digan a los alemanes, con un PIB en caída libre, mientras partidos de todo el espectro se suman al discurso antiinmigración reservado hasta hace poco para la extrema derecha.
No hay que olvidar la imagen, la gestualidad y la palabrería. Desde el arquetípico Benito Mussolini, los políticos orillados a la derecha abrazan, con sorprendente éxito, el histrionismo. Empezando por su imagen. Se podría hacer todo un ensayo político hablando del orden o el desorden capilar de muchos dirigentes de la derecha: la arquitectura a fuerza de laca de Thatcher, el pelo de muñeco de Berlusconi, el pelazo que nunca encanece de Aznar, las greñas de Boris Johnson o de Milei y lo que quiera que lleve en la cabeza Donald Trump. Pero también la manera de hablar, las consignas machaconas, las declaraciones chuscas o directamente ofensivas, el casticismo casposo, la chulería arrogante… la política como un espectáculo con tendencia hacia lo grotesco. Probablemente no hay en el presente un augurio más seguro de que a un político quizá no le va a ir tan bien, que decir que resulta soso.
Y, por supuesto, la apelación a los poderes ocultos que manipulan a su antojo con siniestras intenciones la realidad y son los auténticos responsables de todo lo que no es como debería. Desde las más absurdas teorías de la conspiración, hasta la demonización del adversario y del crítico, incluso cuando es la víctima de las propias decisiones y maniobras. El gran reemplazo, el comunismo, el usurpador del poder legítimo que solo corresponde a los de siempre, las fraudulentas intenciones políticas detrás de los familiares de los 7.291 muertos en las residencias de Madrid durante el COVID… Entre tanto, los verdaderos poderes en la sombra ya no se esconden. Últimamente le han cogido gusto al escenario y les complace pavonearse por él, haciendo ostentación de dinero y su sinónimo, el poder.
Todos sabemos que los trucos de los magos son montajes que juegan con nuestra credulidad y engañan nuestra percepción. Aun así, quedamos cautivados, incapaces de reconocer la tramoya que los sostiene. En política, la reiteración constante, el aparente acuerdo entre tantos —políticos, medios, redes sociales, opinión pública, poderes supuestamente independientes— falsean nuestro sentido de la realidad y al final claudicamos.
Cuando acaba un espectáculo de magia, la gente aplaude, felices de haberse dejado engañar tan bien. Al político lo votan, y así nos va.
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Ana Isabel Rábade Obradó es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.
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