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Lo que Vox necesita para triunfar

Tengo muchas dudas sobre cuánto de cierto hay en esa idea de que estamos cada vez más polarizados. Me cuesta entender que una sociedad que hace 40 años contempló un intento de golpe de Estado (tanques en las calles y el Congreso ocupado por guardias civiles armados; o sea, un golpe con todo lo que un golpe ha de tener) mientras media España clamaba contra la otra mitad, esté hoy más polarizada que antes. Cosa distinta es la violencia, verbal y política, que se ha instalado en la burbuja político-mediática y que irradia al resto de la sociedad, pero de ahí a decir que la sociedad en su conjunto está polarizada creo que hay mucha distancia, y que las ciencias sociales tienen aún mucho que investigar al respecto

No obstante, incluso si nos quedamos en ese pequeño espacio que dibujan medios y representantes políticos, hacer tabula rasa no explica nada. Seamos claros: los que tensionan hoy el debate público hasta llevarlo a lo intolerable pasando todas líneas rojas son los representantes de la ultraderecha y aquellos medios que se alimentan de este odio con noticias, columnas y analistas en permanente tono guerracivilista. A este grupo, reducido pero muy efectivo, son imputables más del 90% de los insultos, exabruptos y situaciones límite como las vividas esta semana en el Congreso cuando diputados de Vox volcaron su ira de forma intolerable contra la Ministra de Igualdad y el Gobierno en su conjunto.

Esto no es ninguna novedad. Forma parte de  una estrategia premeditada que Vox comparte con el resto de fuerzas de ultraderecha en Europa. Ansiosos por distinguirse del resto de partidos y ser percibidos como algo diferente, no tienen ningún reparo en hacer  uso de las instituciones para impedir que cumplan su función de articular el debate democrático. La Historia está llena de situaciones similares, la alemana la más conocida. Ahora bien, para que esta estrategia sea exitosa y llegue a los destinatarios que Vox necesita, hacen falta que coincidan varios elementos:

En primer lugar, que su compañero de bloque ideológico, su competidor más cercano, le ría las gracias. Si vergonzosa fue la intervención de la diputada de Vox Clara Toscano, no fue menos hiriente el silencio del Partido Popular. A Cuca Gamarra le costó horas reaccionar vía tuit, cuando toda su bancada se había quedado sentada y callada ante la barbaridad.

Por otro lado, estas estrategias necesitan de la connivencia de una esfera mediática que les quite importancia y las relativice. Leídas en clave de confrontación partidista, el ataque a las instituciones de forma reiterada por parte de Vox se sacude con ejemplos furibundos de otros partidos donde algún día a alguien se le fue la mano, obviando así la naturaleza estratégica y sistemática de la ultraderecha.

Si importantes son los medios en estas campañas, no lo son menos las redes sociales. Convertidas en espacio para el odio, la ultraderecha necesita encontrar ahí su cámara de eco que alimenta tanto jaleos de los propios como reacciones de quienes desde el otro extremo acaban haciéndoles el juego. En esas redes estamos muchos, y debemos preguntarnos si estamos alimentando al monstruo.

La violencia verbal y política debe ser condenada y desterrada, pero no puede confundirse con la legítima y necesaria crítica de todo debate democrático

Finalmente, existe el reglamento del Congreso, un Reglamento, como explica este hilo de Miguel Gonzalo, pensado para tiempos de parlamentarismo clásico, en el que las sanciones estaban pensadas para faltas de decoro como se puede ver aquí, algo que queda muy lejos de las estrategias de comunicación y agitación que están detrás de las broncas actuales. ¿Se puede hacer uso del Reglamento para acabar con estas situaciones? Se puede, pero la naturaleza del problema aconseja hacerlo como última opción por dos motivos: porque no sería eficaz, sino que quedaría reducido a actuaciones concretas cuando el problema es estratégico, y en segundo lugar, mucho más grave, porque puede ayudar a victimizar a la ultraderecha y reforzar la imagen diferencial, anti-establishment, que pretende emitir.

Todos estos ingredientes son necesarios para que la estrategia de la ultraderecha surta efecto. ¿Qué hacer, por tanto, para acabar con ella? Al menos, tres cosas:

  1. Condena y rechazo sin paliativos por parte de todos los grupos políticos, poniendo por delante de los intereses electorales la defensa de las instituciones democráticas.
  2. Abandono del guerracivilismo, el insulto permanente y el odio por parte de los medios de comunicación.
  3. Compromiso ciudadano para la defensa de estas instituciones en todos los espacios, incluidas las redes sociales.

Y dos cuestiones de fondo que urge cambiar:

En primer lugar, generar una imagen de las instituciones como una bronca permanente no ayuda a nadie salvo a quienes quieren cargarse esas instituciones y la política democrática. Contra lo que se transmite de forma general en muchos medios de comunicación, en las comisiones del Congreso –donde no hay cámaras de televisión–, en los 8.000 ayuntamientos y en los 17 gobiernos autonómicos se llega cada día a miles de acuerdos que hacen posible la convivencia. No son noticia, pero sin ellos la vida sería imposible. Ocurren en sede parlamentaria, en los salones de plenos municipales, y en miles de reuniones de otras instituciones del Estado.

Por otro lado, la violencia verbal y política debe ser condenada y desterrada, pero no puede confundirse con la legítima y necesaria crítica de todo debate democrático. Se equivocan desde Podemos quienes vinculan este ataque intolerable a la ministra de Igualdad con la crítica respecto a la polémica de la ley de sólo sí es sí. No, las críticas no crean el caldo de cultivo para estos ataques. Plantearlo así es restar gravedad a las agresiones machistas sufridas por Irene Montero

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