El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
QUÉ VEN MIS OJOS
El pequeño Almeida y la gran Almudena Grandes
Algunos impostores son fáciles de desenmascarar: les preguntas cuántos libros han leído y se quedan en blanco.
Dice el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, que Almudena Grandes no merece ser Hija Predilecta de la ciudad, pero que accedió a darle ese reconocimiento a cambio de pactar los Presupuestos con los ediles tránsfugas de Más Madrid. El pobre creerá que con eso se disfraza de estadista y que su gesto lo legitima como negociador, por poner el bien común por encima de sus propias convicciones, pero claro, debe de ser que no entiende que la mezquindad y la nobleza son incompatibles. O que cuando eres tan extremista como él en tus odios y tus militancias, lo mismo da El corazón helado que El rayo que no cesa, Almudena Grandes que Miguel Hernández, del que también quitó unos versos de un memorial: si la o el autor son de izquierdas, se los ningunea o tacha. Almeida el malo –la buena es Cristina– es un fraude en muchos aspectos y, entre otros, por la falsedad de la imagen cercana y bromista que quiere transmitir y que le aplauden quienes ya sabemos, porque lo cierto es que no es nada de lo que aparenta, sino un verdadero radical. Es un espejismo, o sea, una parte del desierto. Es otro campechano que, seguramente, no se dará cuenta de que cuando en lugar de asistir al entierro de la novelista, como era su obligación institucional, andaba dando saltitos de rana sobre un riachuelo, no resultaba simpático, sino grotesco.
Quizá la pregunta que habría que hacerse en esta ocasión es cuántos libros de Almudena Grandes ha leído Almeida; o incluso, yendo un poco menos allá, dejarlo en cuántos libros ha leído. Porque si menosprecia, con la habitual arrogancia del ignorante, a una de las autoras más leídas, más queridas y más traducidas de nuestra literatura, tendría que explicar, al menos, en qué basa su juicio. Aunque me temo que ni este ni otros suyos tengan fundamento: esta gente confunde la demagogia con la retórica, y la verborrea con la oratoria. La idea de que una democracia es un sistema en el que cualquiera puede llegar a presidente, o a otras cosas, ha pasado de ser un canto a la igualdad a ser una demostración de la estulticia de nuestros tiempos. Aunque ya sé que es inútil pedirle peras a un olmo: cómo va a saber leer el señor alcalde, si no sabe hablar y dice que él nunca habría concedido ese reconocimiento “de motu propio.” Le voy a dar un consejo: si va a recurrir al latín para darse aires, le informo de que en este caso le sobra el “de” y le falta una “erre”. Aquí tiene la norma que dicta la RAE: “Debe respetarse la forma latina proprio para el segundo elemento, y no sustituirla por el adjetivo español propio. Es incorrecto su empleo con preposición antepuesta: de motu proprio, por motu proprio.”
Almeida es un ejemplo superlativo de cómo una parte de nuestra clase política no tiene clase, ni siquiera educación, y también de la forma en que confunden su puesto con ellos mismos. Un cargo electo es un representante de la voluntad popular, pero él sólo lo es del Partido Popular. El bonito discurso en el que dijo lo que dicen siempre, que sería el alcalde de todos, estaba tan vacío como una cáscara de gamba en el suelo de un bar. Claro que, lo mismo que la frase hecha nos recuerda que se puede ser a la vez un hombre rico y un pobre hombre, también se puede ostentar un gran poder y al mismo tiempo ser muy débil. En su caso, como en otros, su debilidad proviene del hecho de que no deba temer a sus adversarios sino a sus aliados, ya que a él lo sentó en su silla y le dio su vara de mando la ultraderecha, pero, eso sí, dejando a su espalda una mano de ventrílocuo con la que lo mismo se puede manejar al muñeco que callarle la boca. Nada es gratis en un mundo donde todo tiene un precio.
Almeida es un ejemplo superlativo de cómo una parte de nuestra clase política no tiene clase, ni siquiera educación, y también de la forma en que confunden su puesto con ellos mismos.
Como tantos, el sobrevenido Almeida, otro producto cocinado en los hornos de la FAES, se parece al personaje de esa leyenda oriental que cuenta la parábola de un malhechor que cabalga sobre un tigre, arrasando todo a su paso, sintiéndose invulnerable y temido, sin darse cuenta de que también está atado al monstruo: si se baja, se lo come a él. Y por eso el señor alcalde y muchos en su partido se lanzan a sembrar vientos y recoger tempestades, no vaya a ser que les llamen derechita cobarde. El problema es que han añadido tantos cables de alta tensión al debate, que ellos mismos se electrocutan hasta cuando van a tender la ropa: la crispación a la que han apostado su futuro es también una forma de suicidio, una piedra contra su propio tejado; y por eso, como muestra un botón, cuando el jefe de los conservadores, Pablo Casado, pone un mensaje en las redes notificando que ha dado positivo en coronavirus, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le desea una pronta recuperación y él le da las gracias, resulta que inmediatamente aparecen desde Vox a gritar “que se besen, que se besen”, lo cual es una forma de ordenarle que siga la consigna: al enemigo, ni agua. Y estos son los mismos que se atreven a hablar del espíritu de la Transición.
Madrid se merece algo mejor. Estoy seguro.
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