El puente de Brooklyn

La semana que viene volaré a Nueva York. Richard Bueno, director del Instituto Cervantes de esta ciudad, ingresa en la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Una noticia importante. EEUU es ya el segundo país del mundo en hablantes nativos de español, más de 60 millones. Buscaré un hueco en la agenda institucional para escaparme hacia el atardecer del Puente de Brooklyn. Irse lejos es un diálogo con la propia intimidad.

En 1979 gané el Premio Federico García Lorca de la Universidad de Granada con mi primer libro de poemas, Y ahora ya eres dueño del Puente de Brooklyn. Como alumno del profesor José Ignacio Moreno, me había aficionado al psicoanálisis y a la novela negra de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Ross Macdonald y J.P. Donleavy. Frente al enigma policiaco en el que un detective brillante resolvía la sorpresa de un crimen de contexto familiar, la novela negra miraba a una sociedad con profundas raíces en la violencia y la injusticia. “Una noche como ésta —dijo—, y tiene que estar llena de muerte…”, era la frase de Chandler con la que abrí el libro. Escribí poemas en prosa apoyados en citas de novela negra para sostener en las manos y contemplar aquello que prohibía de mí mismo.

Fue inevitable imaginarme el paisaje que se levantaba desde el Puente de Brooklyn con los ojos de Federico García Lorca, la mirada colosal de Poeta en Nueva York, el libro que respondió en nombre de la poesía a la crisis de Wall Street en 1929. Juan Ramón Jiménez había avisado de los peligros de crecer a lo alto o a lo ancho sin crecer hacia dentro, y García Lorca denunció una arquitectura que no se edificaba al tamaño del ser humano, sino en las escaleras gimientes del dinero y la especulación. Antes de conocer Nueva York, ciudad a la que viajé por primera vez a principios de los años 90, heredé la mirada negativa de García Lorca.

La tarea más importante en la búsqueda del sentido de la vida es aprender a cambiar junto a la realidad sin traicionarse

La tarea más importante en la búsqueda del sentido de la vida es aprender a cambiar junto a la realidad sin traicionarse. Cuando llegué a Brooklyn me divirtió un cartel de “se vende” que colgaba en los hierros del Puente. Ya no iba a ser yo el dueño de esa propiedad. Pero lo que me conmovió fue vivir el atardecer y observar la caída de la luz sobre los rascacielos de Nueva York desde el Puente de Brooklyn. Pocos espectáculos urbanos me parecieron y me siguen pareciendo más hermosos. Era verdad que la democracia se alejaba allí de la justicia social, mucho, mucho, pero Manhattan se merecía otra mirada. Así que tuve que aprender a seguir denunciando el racismo, la explotación, el machismo y las injusticias de la economía norteamericana, pero enamorado de Nueva York.

No fue la única situación de crisis estética. Poco antes de que se publicara el libro, conocí a Jaime Gil de Biedma, un poeta que cada vez admiraba más. Después de Lorca, Alberti y Blas de Otero, la poesía de Jaime me invitaba a pensar las posibilidades de la palabra cívica de Antonio Machado. Las dudas frente al neoliberalismo económico y la libertad del más fuerte se convirtieron para mí en una cuestión estética a la hora de elegir las palabras. Al enterarse de que iba a publicar mi primer libro, Jaime me preguntó por el título. Contesté que Y ahora eres dueño del Puente de Brooklyn, y él me comentó que parecía un título apropiado para un poeta de una generación anterior a la mía. Sí, era un título adecuado para la poesía novísima, una lírica neomodernista, abanderada de la ruptura con la poesía social en favor del esteticismo y las apuestas experimentales. No el lenguaje de todos, sino un dialecto estético.

Sus palabras llovieron sobre mojado, porque yo estaba buscando las tradiciones que me permitiesen encontrar un mundo literario y consideraba ya cerrado el camino de los poemas en prosa vanguardistas. También me ayudó una respuesta jocosa de Jaime en el coloquio de una lectura poética que se había organizado en el Club Larra, el centro cultural relacionado con el Partido Comunista. Alguien del público, sumergido en la dinámica más dogmática de la poesía comprometida, le preguntó cómo pensaba y valoraba la ideología de sus poemas al escribirlos. Mire usted, contestó Jaime, si además de buscar la música, las palabras, la estructura y el argumento del poema, tengo que valorar la ideología de cada verso, puedo también, ya puestos, meterme una escoba en el culo para limpiar el suelo de la habitación al mismo tiempo que escribo.

La carcajada del público ante la salida de tono del poeta se convirtió para mí, educado en el pensamiento marxista de la literatura, en una pregunta íntima. ¿Cómo comprometerme con mi sociedad y mi poesía al mismo tiempo? Es una pregunta que sigue abierta, como sigue abierta la certeza de que no se debe confundir un poema con una consigna o un panfleto.

Cambiar sin traicionarse. Tenía entonces Gil de Biedma 50 años, quince menos que yo ahora. La semana que viene volaré a Nueva York. Veré atardecer desde el Puente de Brooklyn, veré llegar una noche hermosa y llena de muerte, me acordaré de Jaime, me acordaré de Lorca e intentaré lo más difícil siempre: acordarme de mí. 

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