50 años, ¿de qué? Cristina Monge
Érase una vez el cuerpo humano: el género
Querido no humano.
Hoy vamos a seguir hablando del cuerpo humano. Trataremos de un asunto complejo pero que es de vital relevancia para entender nuestro mundo que no es otro que el género de los cuerpos.
Los seres humanos podemos ser, como muchas otras especies, machos o hembras. Es decir, humanos con cuerpos que sirven para fecundar y cuerpos que sirven para ser fecundados. A estas alturas ya te habrás imaginado sin embargo que éste, el de poder reproducirnos o no, no es un asunto tan fundamental como lo fue en otros tiempos para nuestra civilización, puesto que ni la reproducción se da únicamente ya entre cuerpos, ni es un objetivo vital crucial para la mayoría de la humanidad, e incluso, no debería de serlo, pues como bien sabes, tenemos un grave problema de exceso de población y escasez de recursos en nuestro planeta.
Verás, a día de hoy muchos de los humanos nacemos ya en unas construcciones esterilizadas a tal efecto que llamamos hospitales. Esto ha hecho que podamos morir mucho menos al nacer, y también que haya desde el momento en el que llegamos al planeta una clasificación como nuevo miembro de la especie. Como las máquinas que creamos en las fábricas, a los bebés (así llamamos a los humanos recién nacidos) se les da una serie de códigos o información que les identificará de por vida. Fecha de nacimiento, que corresponde a la posición que la tierra tenía al respecto del Sol en el momento de su llegada al planeta; nombre, elegido por los humanos que hayan decidido traer al planeta a este nuevo humano (unas letras elegidas al azar, a veces significan cosas, a veces no) y en función del aspecto de nuestro cuerpo, un sexo. Por ejemplo en mi caso, mi código de identificación o identidad sería 02101989-ÁNGELA-MUJER. Si mi cuerpo hubiera servido para fecundar en vez de ser fecundado, probablemente mi código hubiera sido 02101989-ÁNGEL-HOMBRE. Desde luego, te estarás preguntando por qué si parece tan sencillo, tiene tanta importancia a la hora de comprender qué es un cuerpo o de comprender nuestro planeta, y si esta vez, como sucedía con la belleza o el tamaño, no existirá también un margen para la discusión sobre lo que puede ser considerado hombre o mujer.
La pregunta qué es una mujer es una de las preguntas de nuestro tiempo. Ya te adelanto que nadie se pregunta en cambio qué es un hombre y quizás ahí esté la clave de la cuestión. Esta es una discusión que se está teniendo en los parlamentos y gobiernos de todo el mundo, y también desde todos los ámbitos del pensamiento humano. Qué es una mujer es un debate filosófico, biológico, jurídico, lingüístico y, muy especialmente, político. A lo largo de nuestra historia, los humanos hemos dado por naturales algunas cosas que más bien eran normales o frecuentes, pero desde luego no inmutables. Tú mejor que nadie sabes que observando nuestro planeta desde ahí fuera, parece bastante absurdo pensar que existe algo así como la naturaleza que solo puede ser de un modo. Pero los humanos necesitamos relatos que nos den tranquilidad ante la inmensidad, y quizás el relato sobre lo que un cuerpo es de forma natural sea uno de los más poderosos y que con más fuerza ordena el mundo.
Así pues, se ha ido construyendo la idea de que un cuerpo que puede fecundar a otro es necesariamente un cuerpo masculino y ,por tanto, un cuerpo con genitales masculinos, hormonas y cromosomas masculinos, de aspecto fuerte y musculoso, con vello corporal e incluso de ancha mandíbula. Ninguna mujer debería tener estas características. Además, lo natural dictaría que este cuerpo de sexo masculino desempeñase un rol determinado en la sociedad, que aunque ha ido evolucionando con el tiempo, seguiría inevitablemente asociado a ser el macho proveedor de la especie, con los correspondientes comportamientos sociales y conductas individuales que pudieras esperar de ello. El macho debía proteger a la hembra y a sus criaturas, debía ser el fuerte de la especie; proteger, fecundar y proveer debían ser de forma natural sus funciones. En contraposición estarían las hembras, cuya función natural era la de ser fecundadas, se esperaba de forma natural para ello cuerpos con genitales, cromosomas y hormonas femeninas; expresiones y roles de género propias de su feminidad: poco vello corporal, voz suave, un comportamiento orientado a la seducción de los machos de la especie, para así poder ser fecundadas y por tanto y tras ello reproducir la especie, teniendo para ello roles en nuestras sociedades asociados a lo maternal, y fundamental también, una vida orientada al cuidado de la especie. De las hembras de nuestra especie se esperaba pues un comportamiento emocional, dócil, centrado en la reproducción y el cuidado. A esta forma de ordenar la vida humana, en la que el hombre gobierna y provee y la mujer obedece, reproduce y cuida se le ha llamado y se llama patriarcado.
Sin embargo, por más que nos hayamos empeñado en encorsetar la realidad de nuestros cuerpos en ese relato de lo natural, lo cierto es que ni siquiera lo femenino o lo masculino son algo claro a día de hoy y en los últimos días hemos visto un ejemplo curioso. Cada cuatro vueltas que nuestro planeta da al sol nos organizamos desde todos los rincones para mover nuestros cuerpos en unos juegos que llamamos olímpicos pues se llevan practicando desde tiempos de las civilizaciones de la antigua Grecia. En estos juegos siempre se ha distinguido con claridad lo que era un hombre de una mujer. Tanto es así, que cuando se celebraron las primeras veces, hace miles de años, las mujeres ni siquiera podían participar de los Juegos Olímpicos y tenían su propia versión, llamada Juegos Hereos. Suponemos que en aquel momento en las civilizaciones humanas las mujeres aún debían dedicarse con mucha más frecuencia únicamente a aquello que de forma natural les correspondía, y por tanto aquello de jugar, debía ser una cosa más bien destinada a los hombres, que podían tener más tiempo libre una vez habían cumplido con las tareas que se esperaba de ellos.
De las hembras de nuestra especie se esperaba un comportamiento emocional, dócil, centrado en la reproducción y el cuidado. A esta forma de ordenar la vida humana, en la que el hombre gobierna y la mujer obedece, reproduce y cuida se llama patriarcado
Bien, afortunadamente, lo cierto es que las cosas han cambiado desde la Antigua Grecia. A día de hoy cada vez menos humanos piensan que exista algo así como un rol natural para el cual nacemos los hombres y las mujeres en la humanidad, cada vez menos humanos creen en el patriarcado. Este cambio ha sido necesario porque si algo caracteriza a nuestra especie es la voluntad, el poder elegir qué forma de vida queremos vivir. Independientemente del nombre o sexo que a uno le ponen en un hospital al nacer, ningún humano debería estar condenado a vivir una vida en la que por el aspecto de sus genitales. Tener útero o no tenerlo, tener vello corporal o no, o cierta estatura o tono de voz, o algunas hormonas u otras, no son motivos suficientes para vivir una vida que no se quiera vivir. Sin embargo, esto no ha evitado que el género de los cuerpos humanos siga siendo algo en disputa, y continúa siendo algo a reivindicar en su versión más clásica y natural para que ellos que han podido vivir mejor a costa de que otros cuerpos humanos, precisamente por su género, trabajaran para ellos. Como ya habrás adivinado, si ya desde nuestras civilizaciones más antiguas a los humanos con cuerpo de mujer no se les dejaba ni a apenas jugar o tener tiempo libre, imagina cuál era su voluntad para poder decidir una vida fuera de una vida de cuidado de las criaturas o de los humanos hombres o el castigo que podían recibir bien cuando intentaban vivir esas otras vidas a pesar de todo, o bien cuando sus cuerpos no se correspondían con ese ideal de lo que la naturaleza dice que debe ser una mujer. Y es que la naturaleza, querido no humano, que no lo natural, hace que haya miembros de nuestra especie con las más diversas características. Humanos con útero, humanas que no pueden tener hijos, humanas que tienen hormonas de hombre, e incluso a las que les sale barba o pelos en los dedos o los pechos, características que siempre se asociaban, por naturaleza, a los hombres. Incluso existen humanas que al nacer les inscriben como humanas, humanos a los que inscriben como humanas. Y como te decía, en los últimos Juegos Olímpicos se dio un caso fascinante, el de una mujer cuyo cuerpo tenía unas características fuera de eso que se ha considerado lo normal para una mujer. Fíjate si es importante este asunto, que toda la humanidad ha vuelto a discutir si con ese cuerpo podía ser mujer, incluso más allá de su propia voluntad. Suena realmente primitivo, y en mi opinión, querido no humano, lo es, es muy antiguo.
¿Qué es entonces el género? Te hablo del mío. Tengo genitales de mujer y capacidad de reproducir mi especie, pero no creo que lo vaya a hacer, no creo que vaya a ser madre, y en caso de hacerlo, no lo haría con un macho de mi especie sino con técnicas de reproducción asistida en un hospital, puesto que he decidido pasar mi vida con otras mujeres como yo, lo cual tampoco es considerado a veces lo natural. Tengo pecho y curvas, sin duda lo que se considera muy de mujer, pero si te enviase mi perfil hormonal comprobarías que tengo niveles de hormonas masculinas muy elevadas. Mi voz es grave, a veces no menstrúo, ni desempeño un rol femenino en la sociedad. Quizás esto no es tan de mujer. Pero ¿acaso no soy yo una mujer? Aunque también pienso, ¿ para qué me sirve ser una mujer o tener un cuerpo de mujer? ¿Hay cuerpos humanos que no son ni de hombre ni de mujer? Y más importante aún, si en un futuro pudiéramos diseñar nuestros cuerpos a voluntad, ¿para qué serviría el género? ¿Habría solo dos géneros? ¿Sería suficiente con crear un tercer género que no fuera ni masculino ni femenino en esas categorías que nos dan al nacer? ¿Sería este el mejor camino para acabar con las desigualdades que genera el hecho de creer que de forma natural hombres y mujeres estamos destinados a cumplir diferentes papeles en la sociedad? De nuevo, el feminismo puede darte respuestas a esto.
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