Casi un millón de voces mudas
La ley más importante que un gobierno promulga cada año es la de presupuestos. Una ley que establece las prioridades y determina el destino de los recursos que son de todos, y porque tiene capacidad de condicionar también el destino de los privados.
Solemos otorgar mucha importancia, que la tiene, a que las personas adquiramos conocimientos suficientes para tomar decisiones informadas y para gestionar nuestras finanzas personales. No se la otorgamos tanto a que los adquiramos para tener un mínimo criterio para siquiera opinar sobre la administración de las finanzas que son de todos. Finanzas de todos sobre las que nos preguntan cada cuatro años para que elijamos entre las diferentes candidaturas postuladas a administradores de lo común. Se nos presupone que entendemos las implicaciones de las ofertas disponibles en el mercado electoral. Un mercado en el que estamos invitados a participar cuando cumplimos 18 años, y sobre el que existe un debate muy relevante sobre si no deberíamos poder participar ya con 16.
Las personas de 16 años, ¿son ciudadanos? Parece que para unas cosas sí, pero para otras no
Frank H. Dixon fue un economista estadounidense cuya línea de pensamiento subrayaba la importancia de los factores históricos, sociales e institucionales que condicionan las “leyes” económicas, aquellas que rigen la producción, la distribución, el cambio y el consumo de los recursos en los diferentes estados de desarrollo de las sociedades; aquellas que expresan las relaciones más esenciales, más estables, y que describen las causas y las consecuencias de los fenómenos y los procesos de la economía en la sociedad.
Dixon argumentaba que gran parte de las relaciones económicas no son inmutables, sino que están condicionadas por el momento histórico, por la actuación de las instituciones y por el contrato social existente en cada momento entre los ciudadanos.
El contrato social vigente hoy —el del Estado de Bienestar al que España se incorporó tarde— bien merecería una actualización porque el mundo ha cambiado, está cambiando y más que va a cambiar. Quizá las trazas de anacronismo que se adivinan son más de carácter interpretativo que explícitas o literales, más relacionadas con los algoritmos mentales de sus intérpretes, que son esos administradores a quienes elegimos democrática y periódicamente.
En su escrito “The Teaching of Economics in the Secondary Schools” de 1898, Dixon arranca recordando que “la función principal de la Educación secundaria es enseñar a los hombres y las mujeres a ser ciudadanos” y relega a una función secundaria la preparación para la Universidad. Nuestra RAE define el término ciudadano como una “persona considerada como miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido a su vez a sus leyes”. Las personas de 16 años, ¿son ciudadanos? Parece que para unas cosas sí, pero para otras no.
El Censo de población y viviendas nos informa de que en España hay algo más de 850.000 personas de 16 y 17 años, una cifra equivalente a toda la población de la provincia de Tarragona, y al 2,3% del tamaño del actual censo electoral (34,8 millones del CER y 2,1 millones del CERA).
Con 16 años una persona en España ya puede iniciarse en muchas actividades asociadas a la vida adulta (como emanciparse y trabajar, con todo lo que ello implica; o dar consentimiento médico), y también está obligada a tomar decisiones con implicaciones en el largo plazo (como la elección de itinerarios formativos vinculantes), pero no se le permite emitir su opinión y que esta sea tenida en cuenta.
La ausencia de voz y de voto sin intermediarios ni interpretaciones de administradores electos de ese colectivo que se encuentra entre dos aguas no es inocua. Por un lado, provoca que los asuntos de los que son o serán pronto protagonistas, los que les condicionan, coartan o comprometen sus capacidades y oportunidades para satisfacer sus necesidades presentes y futuras (aludiendo a la definición de sostenibilidad de la que hablé en “Ya lo dijo Brundtland”), estén muy ausentes de las agendas, de los menús electorales y, por lo tanto, de los presupuestos. Por otro lado, esta ausencia por mudez impuesta puede provocar desapego y desmotivación, unos sentimientos que no nos podemos permitir y que deberíamos mitigar.
Con 16 años ya pueden votar en las próximas elecciones al Parlamento Europeo los y las jóvenes de 16 años de Alemania, Austria, Bélgica y Malta (Grecia, con 17). De hecho, la legislación de la Unión Europea permite a los Estados miembros fijar su edad mínima nacional de voto para las elecciones europeas. Me parece una estupenda oportunidad de sana experimentación y de ampliación de derechos a la que, en España y hasta el momento, hemos renunciado.
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Verónica López, consultora de Economía Aplicada de Afi .
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