Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Incertidumbre
Juan Luis Arsuaga dice que la incertidumbre es el miedo a no saber qué es lo que nos deparará el futuro. También dice que es un sentimiento natural en el ser humano: todos hemos sentido incertidumbre desde que el hombre empieza a existir. La idea que proyecta su condición de paleontólogo me hace pensar, por otro lado, que, en realidad, la incertidumbre tiene que ver con el miedo a lo que pasará en el futuro, pero que también está relacionada con el presente y con el pasado. En un famosísimo cuadro, que lleva por título “¿De dónde venimos?; ¿Quiénes somos?; ¿Adónde vamos?”, Paul Gauguin refleja, en toda su amplitud, que la cuestión de la incertidumbre es, justamente, mucho más compleja que el simple miedo a lo que nos deparará el futuro. También me interesa, de este sugerente cuadro de Gauguin, la idea de que no podemos contestar una de las preguntas que el pintor francés se hace sin contestar a las demás. El punto es que la incertidumbre está asociada a estas tres preguntas, y a su conexión entre ellas.
En su libro Anarquía, Estado y Utopía (1974), el filósofo Robert Nozick nos plantea un experimento mental con objeto de entender mejor la idea de “experiencia”, y concretamente, de placer asociado al hedonismo. En este experimento mental, Nozick “crea” la máquina de la experiencia. La máquina de la experiencia permitiría a la gente vivir experiencias, pero no directamente, sino conectados a la máquina. Es decir, las personas tendrían la vivencia de la experiencia, sin vivir la experiencia de que se tratara. Por ejemplo, si una persona quisiera experimentar placer sexual, se le propondría la alternativa de tenerlo realmente (por ejemplo, con otra persona) o de conectarse a la máquina. Si decidiera conectarse a la máquina, esa persona tendría la misma sensación, pero sin experimentar la vivencia real del placer sexual. El punto de Nozick es que la mayor parte de la gente decidirá no conectarse a la máquina y tener experiencias reales. Sin embargo, en algunos experimentos que se han realizado, parece que la cuestión no está tan clara como Nozick hubiera deseado: hay mucha gente que optaría por conectarse a la máquina en lugar de vivir la experiencia de que se trate de manera real (vid por ejemplo Hindriks & Douven, 2018).
Inspirándome en este experimento mental de Nozick, he ideado un experimento similar, que denomino la máquina de la certidumbre. El experimento se plantearía como una alternativa que se daría a la gente entre conectarse a la máquina de la certidumbre y no conectarse. De conectarse, las incertidumbres de las personas se verían resueltas, y de no conectarse, las personas tendrían que vivir con las incertidumbres que tengan en cada momento. Mi hipótesis es que las personas se conectarían a la máquina de manera mayoritaria.
En los pequeños sondeos personales que he realizado planteando este experimento mental, siempre suele pasar lo mismo: tal y como se plantea, la gente siempre empieza diciendo que prefiere la incertidumbre a la conexión a la máquina: qué aburrido sería saber lo que nos pasará, me señalan, entre otras cosas. Sin embargo, a medida que la conversación avanza, la gente empieza a dudar, hasta que se llega a un punto en el que, al final, las personas (algunas de ellas, al menos) terminan por cambiar de opinión. Sin duda alguna estos sondeos no tienen ningún valor científico, no son experimentos en el sentido estricto del término, sino meras intuiciones. Pero quizá estas intuiciones anticipen lo que nos podemos llegar a encontrar en el futuro cuando se hagan experimentos científicos más serios en la materia. Lo importante es discutir, en este momento, la idea desde un punto de vista teórico.
La idea que subyace al experimento de la máquina de la certidumbre es que lo que nos produce angustia a los seres humanos no es la muerte, como señala la filosofía existencialista, sino, precisamente, la incertidumbre. De hecho si nos paramos a pensar, en realidad la muerte en sí misma considerada no nos genera angustia: si no nadie podría vivir, porque todos sabemos que vamos a morir en algún punto de nuestra existencia. Nos agobia, sin embargo, no saber exactamente, o al menos aproximadamente, cuándo ocurrirá, y cómo ocurrirá, de qué manera ocurrirá, si sufriremos en el proceso o no, etc. Estoy de acuerdo con Heidegger en el sentido de que la internalización de la muerte, su asunción, la asunción de nuestra finitud, la normalización de este “evento”, es lo que nos hace vivir, lo que nos hace ser vitales, incluso, en algunos casos, de forma superlativa. Sí que podemos dar respuesta, por tanto, a la pregunta de “a dónde vamos”; lo que no podemos saber es cuándo iremos hacia allá, ni de qué manera, ni qué es lo que habrá, si es que hay algo, después de que ocurra ese evento fatal.
Si nos paramos a pensar, la muerte en sí misma no nos genera angustia: si no nadie podría vivir. Nos agobia, sin embargo, no saber exactamente, o al menos aproximadamente, cuándo ocurrirá y cómo ocurrirá
Este último aspecto nos preocupa sobremanera, pero en realidad, el mismo nos remite a la cuestión no del fin, sino del origen. No sabemos a dónde vamos (a qué lugar vamos) porque en realidad no sabemos de dónde venimos. Si supiéramos de dónde venimos, quizá ello nos daría una pista sobre el lugar al que podemos ir a recalar. La pregunta “¿de dónde venimos?” es por tanto crucial. Mi argumento es que, aunque no seamos conscientes del todo de ello, menos todavía en sociedades casi completamente secularizadas como la europea, en realidad esta es la clave de toda nuestra incertidumbre existencial. Dios ha sido una respuesta (¿la respuesta?) que los hombres han inventado para calmar la incertidumbre, y por tanto, el malestar que les supone no haber podido contestar a esa pregunta. Por su parte, la ciencia tiene sus propios límites, y, hasta la fecha al menos, no ha podido, o quizá no ha querido, intentar contestar a esa cuestión. Como me señalaba un reputado astrofísico que conocí en una universidad inglesa, “nosotros solamente nos hacemos preguntas que podamos ser capaces de responder”.
El último aspecto que nos angustia, que nos produce incertidumbre, es el que se refiere a la pregunta “¿quiénes somos?”. Esta cuestión ha adquirido tal importancia hoy en día que, precisamente por ello, nos encontramos en una era que yo denominaría “la era de la identidad”: todo tiene que ver con la identidad en estos momentos; con la identidad individual, en primer lugar, y con la identidad colectiva, en segundo lugar. No tengo muy claro que la explicación de por qué estamos en la era de la identidad sea de tipo material. Evidentemente cuando nuestros problemas materiales están más o menos resueltos es cuando podemos permitirnos el lujo de ocuparnos de otras cuestiones, más teóricas. Esto sin duda tiene un efecto. Pero adicionalmente, creo que la sobre-preocupación que vivimos en este momento por el problema de la identidad está más conectada con el alto nivel de incertidumbre que vivimos en la actualidad. Que yo sepa, no existe ninguna medida cuantitativa de nuestro nivel actual de incertidumbre, ni mucho menos encuestas que midan esta cuestión desde los últimos, por ejemplo, 100 años; por lo tanto, no podemos saber si sentimos más incertidumbre ahora o antes. Quizá la sobre-importancia que le estamos dando en estos momentos a la cuestión de “quién soy yo” sea el mejor indicador que tenemos de que sentimos más incertidumbre ahora que nunca antes en nuestra historia.
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Antonio Estella es catedrático Jean Monnet "ad personam" de Gobernanza Económica Global y Europea en la Universidad Carlos III de Madrid.
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