De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (y III) Javier de Lucas
¿No tenéis que ir a arar?
Dice Martín Caparrós que la objetividad periodística es imposible. Que la crónica, donde sí aparece el periodista, es, al final, el género más honesto. Dice: “Nos convencieron de que la primera persona es un modo de aminorar lo que se escribe, de quitarle autoridad. Y es lo contrario: frente al truco de la prosa informativa (que pretende que no hay nadie contando, que lo que cuenta es la verdad), la primera persona se hace cargo, dice: esto es lo que yo vi, yo supe, yo pensé; y hay muchas otras posibilidades, por supuesto”.
Pensaba en esto el martes, cuando volví a subirme a un tractor para contar desde dentro en este diario cómo es una de las tractoradas que estos días llenan de campo las ciudades españolas. Pensaba en que tenía que escribir como si yo no fuera, como el hombre también treintañero que conducía a mi lado, hija, nieta y bisnieta de agricultores. Como si yo no hubiera sido, tampoco, la niña que soñaba con que a esas tierras que encarcelaban a mi padre las atravesara, por fin, una autopista.
Cuando dejamos de dar vueltas y la tractorada instaló su bloqueo en uno de los accesos, yo me senté en la acera para escribir la crónica mientras seguía viendo. Me sacó del texto un grito: “¿No tenéis que iros a arar?” Un hombre (chaleco, camisa, zapato formal) se había bajado de su coche, frustrado por no poder avanzar. La frase me atravesó con su filo. Ir-a-arar, sacar-las-ovejas, han sido toda mi vida los verbos y complementos que han impedido a mi padre estar donde estaban todos los demás. Ese hombre les estaba diciendo a los agricultores que ese lugar, la protesta, tampoco era para ellos.
Ir-a-arar, sacar-las-ovejas, han sido toda mi vida los verbos y complementos que han impedido a mi padre estar donde estaban todos los demás. Ese hombre les estaba diciendo a los agricultores que ese lugar, la protesta, tampoco era para ellos
El campo español es complejo y diverso y lo más honesto que yo puedo hacer como periodista es contar cómo es el que yo conozco, al que tengo acceso, en el que puedo pasarme horas escuchando y mirando para decir, como enseña Caparrós: esto es lo que yo vi, yo supe, yo pensé; y hay muchas otras posibilidades, por supuesto. Un agricultor medio de Zamora es un trabajador autónomo con su tractor y unas tierras que ha heredado, junto con el durísimo oficio, de sus padres, abuelos y bisabuelos. Andaluces de Jaén habla de un campo muy diferente y, sin embargo, siempre me ha hecho llorar pensando en mi padre. “Decidme en el alma quién/quién levantó los olivos/no los levantó la nada/ ni el dinero ni el señor /sino la tierra callada /el trabajo y el sudor”.
Mi abuelo pudo sacar adelante a su familia con poca agricultura y poco ganado; mi padre necesitó mucho más de ambos, es decir, de su cuerpo y su tiempo en este mundo. Mis primos que sí cogieron el relevo me cuentan que para sobrevivir tienen que arar sus tierras y las de otros, y que la ganadería ya no merece la pena. Algunas pancartas de las protestas dicen: “También os estamos defendiendo a vosotros”. Que algunas personas sigan trabajando en el campo, lo que no queremos hacer la inmensa mayoría, es la única posibilidad de que este país no se precipite por el desequilibro absoluto. Y un pie ya nos tambalea: Más del 80% de los españoles viven en un 20% del territorio. El mundo rural es el 16% de la población y vive en el 80% del territorio. Dos tercios de la población del campo son mayores de 55 años. Las magnitudes del desastre que detalló esta semana el ministro de Agricultura.
No me subía a un tractor desde, quizás, los ocho años. Nunca había estado tanto tiempo en un tractor en marcha. En los prolijos álbumes que armó mi madre, tengo fotos bebiendo un biberón de zumo mientras mi padre ordeña a mano, tengo fotos en las tierras con el rebaño, pero no tengo ninguna subida con mi padre en el tractor. A mi madre le daba miedo, como me da a mí ahora con mi hijo. A mi hijo, como nos ocurre a todos los niños de campo, le fascina el universo de su abuelo, al que llama con deseo “la granja”. Luego creces y esa fantasía bucólica te empieza a dar claustrofobia. A algunos no, y deciden quedarse, o volver incluso después de la universidad. Esas personas son muy pocas, cada vez menos, nos urge a todos que sigan existiendo.
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